Los ataques de Israel a la Franja de Gaza han llegado a un extremo intolerable para la opinión pública mundial. En apenas un mes Israel ha asesinado a diez mil civiles, entre ellos cuatro mil niños, y ha lanzado más de 18.000 toneladas de bombas, lo cual equivale a 1,5 veces la fuerza explosiva de la bomba lanzada sobre Hiroshima
Hay más de un millón de refugiados que han tenido que salir del norte de Gaza. No hay agua ni luz, la ayuda humanitaria llega a cuentagotas y no en las proporciones necesarias, hay más de veinte mil heridos e Israel sigue bombardeando los hospitales, desoyendo las protestas emitidas por la OMS y el organismo de derechos humanos de la ONU.
Estados Unidos sigue apoyando los bárbaros ataques de Israel, con el simple añadido retórico de que hay que disminuir los daños a la población civil. Los múltiples viajes por todas las capitales árabes del Secretario de Estado, Antony Blinken, buscan, no detener a Netanyahu, sino apaciguar la ira de quienes se sienten ofendidos por la masacre en Gaza.
Lo que pretende Israel, más que castigar a Hamás por los ataques terroristas, los cuales todo el mundo condena, es apoderarse de la Franja de Gaza y desplazar de allí a la población palestina, así para ello cometa un genocidio de proporciones inimaginables en pleno siglo XXI.
Es una situación extrema, producto de décadas de discriminación y opresión sobre la población palestina y de haberle negado el derecho a tener un Estado propio, como lo determinaron las Naciones Unidas en 1948, hace 75 años.
A lo largo de estas décadas, Israel ha venido apoderándose por la fuerza de los territorios palestinos y tendiéndoles un cerco militar y económico. Con plena razón, la ONU considera las zonas asignadas a Palestina territorios ocupados ilegalmente y en decenas de resoluciones ha condenado la acción de Israel conminándolo a no propiciar asentamientos y a reconocer el legítimo derecho del pueblo palestino a tener su propio Estado.
Israel ha hecho caso omiso de las resoluciones, cosa que no hubiera sido posible sin el patrocinio de Estados Unidos, que ha otorgado desde 1948 más de 158.000 millones de dólares –más que a ningún otro país del mundo–, con dos tercios de esa suma en ayuda militar, según el informe más reciente del Congressional Research Service, agencia oficial de investigaciones del Congreso de Estados Unidos.
Israel se ha convertido en un enclave estadounidense en el Medio Oriente, papel que le ha garantizado la impunidad absoluta.
Una mayoría de la Asamblea General de las Naciones Unidas ha condenado los ataques y diversos países, entre ellos Colombia, Chile, Bolivia, Suráfrica y Turquía, han llamado a consultas a sus embajadores o han roto relaciones con Israel. Muchos otros han condenado los bombardeos y renovado la propuesta de una solución pacífica mediante la fórmula de la convivencia entre dos Estados.
Hasta en Washington, Berlín, París y Londres, cuyos gobiernos apoyan el bombardeo contra Gaza, cientos de miles de personas se han manifestado contra las acciones de Israel y en apoyo al pueblo palestino. Y ha salido a la luz un hecho que los medios corporativos se empeñan en tapar: no todos los judíos ni los israelíes son sionistas. Hay entre ellos importantes sectores democráticos que desean la paz.
No basta atribuir la situación actual a la maldad, crueldad y cinismo de sus instigadores. Tampoco la explica la convicción que asiste a Biden y a algunos otros dirigentes del Occidente otanista, empecinados en afirmar que Estados Unidos e Israel están llamados por una fuerza superior o por las Escrituras a desempeñar en el mundo un papel excepcional, predestinados ambos a moldear o a redimir la humanidad de acuerdo con sus creencias o valores.
Motivos mezquinos están llevando a remodelar la situación de Oriente Medio y quizá del mundo. EE. UU. apunta a apropiarse los recursos petroleros sin tener que pasar por el Estrecho de Ormuz, en manos de Irán, o por el Canal de Suez
En realidad, son motivos mucho más mezquinos los que están llevando a remodelar la situación del Medio Oriente y quizá del mundo. Estados Unidos apunta a apropiarse los recursos petroleros sin tener que pasar por el Estrecho de Ormuz, en manos de Irán, o por el Canal de Suez. Para ello, como lo reveló Netanyahu, buscan corredores que desemboquen en Israel y de allí a todo el Occidente.
Para Washington resulta de vital importancia consolidar acuerdos con Arabia Saudita, Egipto, Jordania y otros países que también han sido aliados de Estados Unidos. Los acuerdos de Abraham en 2020, que restablecieron la relación de Israel con los Emiratos Árabes Unidos, Marruecos, Bahréin y Sudán, iban en esa dirección, lo mismo que el acercamiento de Israel con Arabia Saudita. Los frustraron las acciones represivas de Israel y su complicidad con Hamás para agudizar las contradicciones con los palestinos.
Tampoco se puede desconocer que han jugado un papel importante el acercamiento de China con Arabia Saudita y los avances en la construcción de infraestructura con la iniciativa de la Franja y la Ruta de la Seda, y más cuando Estados Unidos y la OTAN lo único que ofrecen es más guerra y antagonismos.