El general venezolano Hugo Carvajal no daba crédito a lo que le estaba pasando: que la policía española allanara la casa de su hijo en Madrid y lo detuviera, en cumplimiento de una orden internacional de detención cursada por la justicia norteamericana que lo acusa de narcotráfico y de otros delitos conexos. Ocurrió el viernes pasado pero el estupor y la sorpresa no se debieron a que ignorara la existencia de estas acusaciones. Por el contrario. Las conocía de tiempo atrás, desde cuando un juez norteamericana formuló basándose en la controvertida documentación contenida en el ordenador de Raúl Reyes, por entonces comandante de las Farc, capturado por un comando del Ejército colombiano en territorio ecuatoriano. Según la misma, Carvajal habría ordenado la entrega de armas a los guerrilleros y habría colaborado en la puesta en marcha de un entramado de empresas dedicadas a gestionar el dinero producto del narcotráfico. Las acusaciones resultaron verosímiles por las mismas razones por las que Carvajal estaba en la mira de la diplomacia de Washington y de sus servicios de inteligencia. Él fue entre 2004 y 2014 el comandante de la Dirección General de Contrainteligencia Militar de Venezuela.
Su sorpresa se debió en realidad a que no esperaba que esas acusaciones revivieran precisamente ahora, luego de que protagonizara el episodio que más expectativas despertó el pasado 23 de febrero. Que, como se recordará, fue la fecha en la que se celebró en Cúcuta el concierto organizado por el empresario Richard Branson que bajo el lema de Aid Live quiso legitimar al convoy de ayuda humanitaria que pretendió cruzar la frontera en contra de la negativa explícita del gobierno venezolano a autorizarla. El concierto fue acompañado por una vigorosa campaña publicitaria que llamaba a las fuerzas armadas a retirar su apoyo al presidente Maduro y respaldar en cambio a Juan Guaidó, autoproclamado presidente provisional. El llamamiento, aparte de la deserción de unas decenas de soldados y suboficiales venezolanos, no tuvo más efecto que la del propio Carvajal, que grabó entonces un video en el que “como un soldado más” se puso a las órdenes de Guaidó. Y en el que, ante una eventual intervención militar extranjera en su país, se creyó en el deber de aclarar que: “El día de hoy, técnicamente, no tenemos capacidad de enfrentar a ningún enemigo. El que diga lo contrario miente”. La invasión no se produjo y tampoco el cambio de bando del Ejército venezolano o su división, que muy probablemente habría desencadenado una guerra civil.
No sé si el general Carvajal se sintió o no decepcionado
por el escaso o nulo impacto político que tuvo en Venezuela su gesto.
Pero debió pensar que le había servido para granjearse el aprecio de EE. UU.
No sé si el general Carvajal se sintió o no decepcionado por el escaso o nulo impacto político que tuvo en Venezuela su gesto. Pero en cambio cabe suponer que debió pensar que por lo menos le había servido para granjearse el aprecio o por lo menos la tolerancia de las autoridades norteamericanas. Al fin y al cabo él había respondido positivamente a la invitación que hizo el presidente Trump al Ejército venezolano a cambiar de bando. Ahora él aguarda en una prisión española a que la Audiencia Nacional de ese país decida sobre la solicitud de extradición y preguntándose si del juicio que seguramente le espera en los Estados Unidos de América podrá librarlo la intervención in extremis de Trump, quien, igualmente de manera pública, ofreció amnistiar a los militares venezolanos que abandonaran a Maduro y apoyaran a Guaidó. O si se desentenderá de su caso en aras de la tan cacareada independencia del poder judicial americano.