Lo que no han podido determinar los dueños es cómo evitar que su gallo Maurice cante en la madrugada. Alguien les recomendó ponerle esparadrapo en el pico y, otro más, suministrarle agua de valeriana para que le coja el día sin importunar a nadie. Pero este espécimen de ave que se resiste al paso del tiempo, no quiere entrar en razón. Y sigue alegrando las mañanas, pese a la demanda que enfrenta en la isla de Oleron, en el suroeste de Francia.
Junto con sus propietarios, debió comparecer a una audiencia en el tribunal de Rochefort (Charente-Maritime), el pasado 4 de julio. Los medios de comunicación no cabían en la pequeña estancia en la que el calor era insoportable. No querían perder detalle sobre la comparecencia. El animal se limitaba a mover la cabeza, engalanada con su enorme cresta roja, con la misma indiferencia que expresaría uno de sus congéneres en Colombia frente a la realidad de un país que se está cayendo a pedazos, mientras que el Presidente anda viajando por otros países más que el Papa, resolviendo los problemas de los demás mientras que sus compatriotas quieren salir corriendo, igual que los venezolanos. Maurice se limitó a guardar silencio. No cacareó. Tampoco respondió a la pregunta del juez sobre si se consideraba culpable.
Los demandantes, una pareja de jubilados que quieren dormir en paz en su modesta propiedad de Saint-Pierre d’Oléron, argumentan que por décadas debieron luchar para conciliar el sueño y, ahora que pueden hacerlo sin pensar en las cuotas para pagar la renta o los servicios públicos, viene un gallo a atormentarles la vida. Y, por supuesto, no han podido conciliar con la dueña, Corine Fesseau, quien se niega a sacrificarlo para preparar un sancocho con papas, mazorca, plátano y cebolla. “Sería tanto como matar a un miembro de mi familia”, se defiende ella, que lo ha criado desde que era un pollito que le regalaron en una cajita de cartón de colores.
El abogado Vincent Huberdeau no quiso cobrar sus honorarios. Argumenta que lo hace más por motivos de conciencia que por ética. Tampoco concibe tomarse un plato de caldo con los restos de su defendido, por tentador que parezca.
A través de la radio, la prensa y la televisión, millares de personas se informan de la querella judicial. Forman parte de los 80.000 parroquianos que suscribieron la petición: “Salvemos a Maurice, el gallo de la isla de Oléron”.
Si al gallo que cantó cuando Pedro negó a Jesús tres veces, lo hubiesen demandado, un pasaje de la historia que registran los evangelios no tendría el dramatismo que le imprime el emplumado. Tampoco mis abuelos, que madrugaban con su estentórea bullaranga, habrían llegado a tiempo a sus jornadas. Al fin y al cabo, era la época en que no se contaba con un despertador de cuerda o del teléfono celular. Dependían enteramente de los gallos.
Tras leer la nota y estar atento a su devenir, me inquieta que uno de los leguleyos que abundan en Colombia instaure una tutela y termine con ese sonido lejano y familiar que despertaba al padre Ángel, el protagonista de la novela La mala hora de Gabriel García Márquez, y que usted y yo quizá no olvidamos cuando en la niñez y adolescencia íbamos de paseo a una finca. O como en mi caso, que crecí en Vijes, un pueblo pequeño en donde hay más gallos que personas, aves que por supuesto, no figuran en los censos del Dane…