En mi casa de infancia la idea de futuro era lo mismo que tener fe.
El viejo Lara, mi padre, fue un católico ejemplar cuyas razones de vida estaban en mensajes que tomaba de la Biblia, a los que agregaba sus interpretaciones espontaneas. En sus comentarios era muy difícil establecer qué parte era literal y qué parte era improvisación del momento. Imponía a sus disertaciones un tono solemne, pontificador. Abrumaba.
Había un pasaje sobre la fe que tomaba de la carta a los Hebreos, el mismo que he vuelto a leer y que me resulta hoy igual de incompresible: “La fe es la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Heb. 11, 1)
El viejo Lara podía hacer un comentario que era la reiteración de las bondades de la fe: “Esa carta —agregaba de forma emotiva— fue dirigida a los hebreos, el mismo pueblo judío que prefirió a Barrabás ante Pilato, ahora vivía convencido que Jesús era su verdadera guía, la confianza, la esperanza”.
Tuve una dosis de esa fe el día en que al terminar mis vacaciones en Remolino, el pueblo donde nació el viejo Lara, decidí traer un grupo de alevines que se cogían con facilidad en aguas empozadas cerca de la ribera del río Magdalena.
Metí los peces en un frasco boca ancha y le pregunté al viejo Lara si llegarían vivos a Barranquilla.
—Si tienes fe… llegarán todos —me dijo y volvió a recordar la carta a los Hebreos—: “La garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve… Confía, ten fe y llegarán.
Tenía 11 años. Desde Remolino tomamos la lancha hacia el puerto de Sabanagrande, luego un bus de Sabanagrande hasta el centro de Barranquilla. Otro bus de Lucero San Felipe que nos dejaba al frente de la iglesia San Clemente. Al llegar a la casa de infancia, en el barrio Pumarejo, todos los peces estaban muertos.
El viejo Lara, ante la evidencia inerme en el frasco boca ancha, comenzó a hablar de los hombres de poca fe, de la dicha de creer sin ver y de las buenas esperanzas. Al concluir, introdujo la noción de La voluntad de Dios, y así agregó más complejidad a la noción de fe. La idea de futuro con la que crecí en mi casa de infancia.
La palabra futuro se conecta con términos que tienen en común anunciar acontecimientos y situaciones que se ubican en espacios inexistentes. Quizá sea esa “la prueba de lo que no se ve”. Se hace necesaria concretar, así sea con el ejercicio inocuo de juntar palabras. He descartado los verbos y me he quedado solo con sustantivos, una línea de coherencia con el término futuro, del cual es imposible derivar verbo alguno. Asunto que sí es posible de sustantivos como prevención (prevenir), confianza (confiar), proyección (proyectar), pronóstico (pronosticar), planificación (planificar), iluminación (iluminar), adivinación (adivinar) y otros.
Luego de comparar esos términos, establecer alcances, contrastar acepciones me decidí por el sustantivo lontananza, cuya sola fonética me llevó hasta un umbral difuso, difuminado, lejano, como es la idea de futuro.
El artista plástico Ismael Martínez me cuenta que el término proviene del italiano, muy usado en el análisis de la distribución de los elementos en el espacio de una pintura. Explica Martínez que en el cuadrante de una obra hay márgenes que visualmente pesan más que otros. Hay un punto en ese cuadrante que se denomina ángulo visual masivo, es donde el sujeto concentra su atención, su mirada, lo más palpable de una obra. Luego hay un punto que se denomina lontananza todo aquello que está por fuera del ángulo visual masivo. Martínez lo explica en sus palabras: “Imaginate unos velos, una bruma en ese cuadrante, detrás de esa bruma queda lontananza, no la alcanzamos a descifrar, podemos especular de qué se trata, pero la certeza no hace parte de ella. Un artista puede allí hasta cifrar elementos, mimetizar intenciones, pero eso queda en los terrenos de la incertidumbre, la interpretación o si se quiere la especulación”.
Me he preguntado luego de escuchar la explicación de Martínez: ¿si habrá espacio en alguno de esos cuadrantes para alguna idea de futuro? o ¿si el futuro podrá descifrarse como lontananza? Lontananza tiene una ventaja obvia, existe, mientras que el futuro no lo podemos ver, solo imaginarlo, evocarlo, pensarlo.
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En estos tiempos, que siguen siendo los mismos tiempos de todos los tiempos, la preocupación por el futuro parece que aumenta en la crisis
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En estos tiempos, que siguen siendo los mismos tiempos de todos los tiempos, la preocupación por el futuro parece que aumenta en la crisis. Se piensa poco en el futuro cuando la dicha florece.
Aquellos que estudian el futuro, los llamados futurólogos, tienen como objeto de estudio algo inexistente, sus hallazgos están cifrados en la reducción de la incertidumbre. Se concentran en las palpables condiciones del presente y las proyectan en el tiempo.
El futuro, en términos maniqueos solo podría ser mejor o peor que el presente. Certero es saber que nos movemos hacia un tiempo que no ha llegado en el que conjugar los verbos en modo subjuntivo da igual que lamentarse. Señalar errores, posibles fallas, en una palabra es un modo que solo puede empeorar todo y flagelar el sentido del presente.
Pensar en el futuro es una necesidad actual. Referenciar el cambio, la idea de ventura o desventura. El impulso por la clarividencia parece más bien una obsesión humana.
Michel de Montaigne en su ensayo De los pronósticos refiere desde mucho antes de la venida de Jesús, ya los oráculos “Habían comenzado a desacreditarse”. Refiere que Marco Tulio Cicerón, gran pensador, político y filósofo de la Roma antigua, estaba muy interesado en conocer el porqué de su decadencia, que comenzó a ir en picada desde el año 60 a.C. En su libro De la Adivinación se va en contra del Oráculo de Delfos. (“No hay nada más desgraciado”) Enfatiza en la inutilidad de los pronósticos de los arúspices, llama mal de los mortales las desgracias que los adivinos desvelan. Cicerón sentencia la inutilidad de conocer el futuro, acto que califica de vano tormento.
El poeta romano Lucano en su obra Farsalia, citado también en los ensayos de Montaigne, solicita a Zeus, soberano del Olimpo “Qué el alma humana permanezca ciega a su destino futuro y que con todos sus temores pueda aún tener esperanza”. Pedido que tanto en tiempos remotos como en los recientes no ha sido escuchado por divinidad alguna.
En realidad todos parecemos tener alma de augur. Una figura de la antigua Roma, que practicaba las artes de la adivinación. Cualquier atisbo de realidad podía producir en el augur pálpitos, corazonadas, revelaciones, imágenes que señalaban el futuro. Eran augurios de todo tipo que hemos ido también leyendo. Leemos la llegada de una mariposa a nuestra sala, el canto de la pavita madrugadora, el paso de una tijereta que corta el cielo. Leemos por gracia o por necesidad taza del café, el pocillo de chocolate y hasta el vaso de peto.
De ese augur romano devienen palabras que encierran la idea de buen o mal futuro. Augurio, agüero, agorero y por supuesto el verbo augurar que conjugamos a veces de forma inconsciente como un inocente presentimiento que condenó a cientos de sabios, indígenas, chamanes, hombres y mujeres en los tiempos del Santo Oficio de la Inquisición. Institución de la iglesia católica que prefirió la seguridad del presente, la seguridad del primer plano y no riqueza de lecturas de la bruma en lontananza.
Hemos estado obsesionados por aquello que no existe. Hemos despreciado las claves que nos entrega el presente. Hemos antepuesto el futuro como consuelo. Optamos por un porvenir incierto o por la confianza que nos entrega esa idea de fe de la que hablaba el viejo Lara con la seguridad de un profeta, que emerge desde lontananza.
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El presente texto fue escrito a instancia de las directivas del Museo del Futuro, con sede en la ciudad de Bogotá.