Muchos ingleses no se dieron cuenta de la revolución que casi acaba con el orden establecido en mayo de 1968, estaban demasiado ocupados presenciando la consagración definitiva de George Best. Gracias a los 38 goles que convirtió esa temporada, el Manchester United ganó la Copa de Europa y el torneo local y fue elegido por los expertos de la época como el mejor jugador del mundo. Tenía apenas 21 años y miles de pintas de cerveza por delante.
Él fue el primero de los futbolistas en convertirse en una figura mediática y en un símbolo sexual; sus hazañas en la cancha son solo comparables a las proezas que realizaba en la cama, siempre con la modelo del momento, o en los pub en dónde siempre fue el más duro, modo de vida que dejó en una de sus frases más contundentes: “Me he gastado el noventa por ciento de mi dinero en mujeres y alcohol, el resto lo he despilfarrado”.
Su rebeldía en la cancha, en donde era temido no sólo por los defensas rivales sino por los árbitros, encarnó la de toda una generación que buscaba, a punta de drogas, sexo y rock and roll, cambiar el curso de la historia, o como diría Eric Cantona, “Best literalmente encarnaba la libertad futbolística mejor que nadie. Era la facilidad personificada. Era intocable. Era capaz de regatear a cinco, a seis jugadores y además era el rock. En plenos años del flower power, La prensa no dudó en bautizarlo como el quinto Beatle., aunque por su anarquía parecía más bien un Rolling Stone.
Una de sus grandes frustraciones fue nunca haber podido jugar un mundial, Irlanda del Norte, su país natal, era un país muy pobre futbolísticamente y jamás tuvo nivel para disputar una clasificación europea. Best pagó caro eso y una de las razones de su retiro prematuro del fútbol de alta competición a los 26 años se lo debe al desgano que sintió saber que por más goles que hiciera, su selección no clasificaría nunca a la copa del mundo.
Sus excesos y sus polémicas declaraciones le pasaron factura en la puritana Inglaterra de finales de los sesenta. De un momento a otro se había montado un cerco en torno a él. Los tabloides adornaban sus portadas mostrando fotos suyas saliendo ebrio, siempre sostenido por una rubia monumental. El Manchester lo multaba cada vez con más frecuencia porque llegaba borracho al entrenamiento y la justicia británica casi lo encarcelan por conducir ebrio y provocar riñas en los pubs.
No le importaba llevar las resacas a la cancha, pero el alcohol ya comenzaba a destrozarle los nervios. Una vez le quitó el balón de las manos a un árbitro y lo sancionaron por cuatro semanas. Al volver le hizo seis goles al Totenham pero ya había perdido la confianza de Matt Busby el todo poderoso técnico del Manchester United. Cuando supo que iba a ser suplente renunció al club. La hinchada roja clamó por su ídolo pero ya era tarde, Best lo había ganado todo, era millonario y joven, ¿por qué mejor no divertirse si el mundo era una fiesta?
Despreció a los mejores clubes de Europa que ofrecían una millonada por él para irse al incipiente pero confortable fútbol norteamericano. En 1976 fichó para Los Ángeles Aztecs. En Nueva York desembarcaban Pelé y Beckenbauer para jugar en el Cosmos, los gringos trataban de despertar en su país el furor por el fútbol pero era imposible, para ellos el fútbol es un deporte que requiere mucha concentración y no da demasiado espacio para ir a la cocina por las papas fritas embadurnadas de grasa.
Pero Best fue feliz en Los Angeles. Marcaba goles como un desesperado pero bebía con igual o más intensidad. “Tenía una casa en la costa, pero para llegar a la playa había que pasar por un bar. Nunca llegué a ver el mar”.
En 1983 abandonaría por completo la actividad y volvería a Londres. Explotó como pudo su imagen de gamberro atractivo, en las tardes se iba a los pubs a tapiarse de whisky y a buscar camorra. Se zurraba con hooligans de 18 años y les partía la boca a todos. En la última etapa de su vida se divertía molestando a otro hijo de su época, el aséptico, inexpresivo y frío David Beckham, el anti Bad Boy por excelencia. De él decía: “No sabe disparar con la zurda, no sabe cabecear, no sabe entrar y no marca muchos goles. Por lo demás lo hace muy bien”.
Los años y los ríos de whisky le empezaron a pasar factura. El 25 de noviembre del 2005 y después de una larga batalla contra la cirrosis murió el gran ídolo del Manchester. Tenía 59 años. Fue fiel a su demonio, fue él quien marcó su destino. Con él a su lado gambetearon defensas y con él se sentaba en las mugrosas barras de los pubs.
Nunca perdió la alegría de jugar pero tampoco perdió la alegría de beber. Ser consecuente a veces te puede matar.