El sueño de todo niño es ser jugador de fútbol, me incluyo. Desde temprana edad eres enfilado para “aprender” el deporte en una de las tantas escuelitas que se forman en los pequeños potreros y parques de la ciudad, dirigidas por un dizque entrenador, que tal vez no encontró mejor forma de diezmar su desempleo, que explotar lo poco que sabía de fútbol mirando en sus ratos libres los juegos de la tediosa Europa League.
Hablaba hace unos meses, tal vez un año largo ya, con un amigo que ahora vende Amway y recordaba con cierto desánimo su sueño truncado de ser fútbolista. “Miren chinitos, les voy a ser sinceros, si ustedes no han sumado siquiera un minuto en Primera B, olvídense de que a su edad puedan aspirar a jugar en un equipo como profesionales” sentenció el cazatalentos.
Nunca fui bueno para el fútbol, en algún momento de mi preadolescencia entrené en el club Semillano (ya ni existe, creo yo, dicha escuela), pues mi tía no encontró mejor pasatiempo para mis dos meses de vacaciones en Villavicencio que meterme en la dictadura de una escuela de fútbol. Prefería pasarme tumbado en el piso de la casa, soportando calores, leyendo palabras frescas en decenas de libros, porque aunque también me gustaba jugar a la pelota con los pies, odiaba la burocracia de las tácticas y los ejercicios previos para que al final solo pudieras jugar diez minutos, con el grito del entrenador en tu oreja, apagando toda llama de rebeldía para salir de tu posición y tratar de hacer un gol.
Es a eso a donde quería llegar, muerto ya el escritor Galeano, no creo que haya otro como él para defender la pecosa, y le entiendo cada una de sus palabras cuando a pura prosa demandaba que regresara el fútbol de antes. No tuve la fortuna de verlo, me tengo que conformar con mirar cada vez que se puede (y lo repiten) el 5-0 de Colombia a Argentina, disfrutar el enfado mudo del narrador argentino ante la llamarada amarilla de genialidad que hasta ese momento se veía poco. Ya la pelota no es acariciada como antes, permanece más quieta que en su estado natural: resbalando por la red, se convirtió en la piedra de tropiezo y a la vez en el superávit de las empresas que gobiernan la cancha, así traten de disimular en algunos casos sus verdaderas intenciones con la naturaleza “sin ánimo de lucro”.
Ya los jugadores, como cualquier otro empleado del común, deben cumplir con unas metas y unos resultados productivos, igual que vender seguros o tarjetas de crédito. A ellos se les mide con goles y atajadas, quites en muchos casos, entradas con fuerza y todo lo que han querido meter en la cuadrícula de la estadística para evaluarlos. No creo que haya otra profesión, a mi manera de ver, en donde se utilice el reciclaje como en el fútbol. Ahí lo que estorba en unos clubes es utilizado por otros, y eso también incluye al jefe inmediato de los once empleados, el siempre chivo expiatorio director técnico.
Ah, qué difícil debe ser tratar de cumplir con los números de la empresa y transmitir todo lo contrario a sus once subalternos, que salen a la cancha es “a jugar fútbol y divertirse con el balón”. Tiene tanta razón Balotelli cuando en alguna de tantas entrevistas declaró que no celebraba sus goles porque eso era su trabajo, y concluía: “¿acaso un cartero celebra cada vez que entrega una carta?”. Mejor no lo pudiste haber dicho loco Balotelli... Aun a veces aparecen unos excepcionales que juegan como los de antaño, puedo referir varios nombres, pero a mi juicio el único que se ajusta a la escarapela de crack es Ronaldinho, y faltan muchas palabras para describir lo que él hacía y la magia que le imprimía al fútbol cuando pisaba el césped.
Ya le he perdido mucho apego al balompié, no porque sea culpa de él, sino por la condenable ambición de unos pocos que nunca lo jugaron y jamás lo harán, apenas miro los resultados. De hecho, es muy raro que me siente a ver un partido de fútbol sin hacer otra cosa en paralelo, salvo cuando juega la selección Colombia, pero por pura devoción sentimental, pues tantas veces los partidos no llaman la atención.
Así que para aliviar esto, me conformo con escuchar a los periodistas sobrevivientes de otras épocas y emular en mi imaginación cada vez que narran cómo se jugaba el fútbol de antes, cuando aún era diversión y no estandarización.
Y así es como se mira el fútbol en mi tiempo, solo figuritas y bailecitos. En la era en la que los jugadores se preocupan más por el peinado que llevan o por el color de sus guayos, pareciese que no les importara en lo más mínimo la pelota, pues como maniquíes mudos no sienten el dolor de una derrota o la alegría de una victoria. Se suben a sus fortalezas de cuatro ruedas, con audífonos que les cubren la mitad de la cabeza, con los ojos fijos en el celular y hasta mañana, pues mañana será otro día de trabajo para buscar cumplirle a la empresa y recibir puntualmente su salario.
No busco enarbolar una crítica sesgada, pues tal vez soy el menos indicado para hablar de fútbol, hay muchas más personas que sienten el fútbol con mayor intensidad, solamente pretendo desahogarme, como lo hace un hincha que quiere ver buen fútbol y que también quiere que gane su equipo de toda la vida, por el simple hecho de que el que juega busca divertirse, así como el niño que juega descalzo en sus ratos libres con un pedazo de pelota. Si juegan así, eso se transmite e impedirán que muchos de nosotros, como yo, se desencanten de un juego que a muchos ha inspirado, han vivido y ha merecido que se le describa como el juego de toda una humanidad.