El fútbol ha muerto. Otra vez. O lo que equivale a decir: “El fútbol, como lo conocemos, ha cambiado”. Pero lo cierto es que el fútbol que solíamos consumir siempre había estado muerto.
No me refiero a las reglas, a los cambios, a las tarjetas, a los comportamientos que son susceptibles o no de ser interpretados como faltas. Hablo del fútbol profesional y de su relación con las personas. Hablo de la mirada.
El fútbol, por lo menos, ha muerto en tres ocasiones. La primera ocurrió durante sus inicios. Tomó pocos años que los primeros equipos, muchos de los que hoy cuentan con más de cien años, murieran de forma prematura. Todas las historias —casi todas— de los equipos de la “edad ideal” nacieron de la pura fascinación que causa jugar con la pelota. Y de esa fascinación, vino la organización.
Durante esta parte de la historia, organizaciones barriales y comunales, obreras y estudiantiles, crearon equipos para enfrentarse entre sí. El legado resultó tan poderoso, tan íntimo, que creó amores y afectos transmitidos por generaciones.
Veríamos pronto su primera muerte con la profesionalización. Mucho de la historia del siglo XX raya no solo con la producción industrial y de conocimiento, sino con su especialización.
Asociado a la historia moderna del ocio, todo lo que entretuviera a las masas se convirtió en objetivo de profesionalización, de especialización. En organización bajo lógicas capitalistas.
En esta primera parte, los equipos de fútbol, en diferentes grados y momentos, devinieron como empresas. Las ligas barriales se trocaron en ligas nacionales y en internacionales. Con la lógica administrativa, la regulación, los horarios, los planes, el crecimiento, la complejización organizacional.
Una transformación que la arquitectura habría de reflejar. De la cancha detrás de la fábrica, del terreno baldío y de la visión horizontal, al estadio con filas y puestos numerados. Esto es equiparable al cambio de la adoración de las primeras deidades del bosque y la montaña a las de templo. La domesticación de Dios.
La segunda muerte del fútbol ocurrió con la publicidad. Cuando en 1973 Eintracht Braunschweig, de la liga alemana, permitió que del licor Jägermeister entrara bajo la forma de publicidad al fútbol profesional, no aumentaron solo las entradas de dinero en los clubes, sino que aconteció un cambio de la imagen del mismo fútbol.
Varias décadas antes de asociarse con la imagen del fútbol, la publicidad encontró un terreno fértil para su desarrollo de técnicas en las llamativas camisetas de los equipos, en los grandes y atractivos estadios, en un público multigeneracional. Y con las transmisiones de radio y de televisión encontraría el ecosistema perfecto para su explosión.
El fútbol-publicidad se convertiría así en una relación tan estrecha y orgánica que parece dada. Mientras que la televisión y la radio, incluso el consumo digital, interrumpen el entretenimiento con el comercial, la vestimenta del jugador, la valla del estadio y el anuncio convierten al fútbol en lo que puede ser un comercial de noventa minutos.
La tercera muerte del fútbol ha sido la más extraña. Con la pandemia del COVID-19, que ha ocupado casi todo el 2020, se ha acelerado la experiencia digital. Antes de ello, el videoarbitraje (VAR) fue el aviso más cercano. Lo que comenzó con la transmisión de fútbol por la televisión (y con la repetición de la jugada y el resumen); luego por cable (el análisis especializado); e internet (la producción de contenido fan y de comunidad), se transforma ahora en “verdad”.
Aplaudimos la intervención de la imagen transmitida y grabada para “corregir” o “confirmar”. El fútbol es “más justo”, nos dijimos, “porque la imagen grabada es la verdad".
El fútbol ha encontrado así su hábitat en el cable, en canales especializados y en internet. Nuestros smartphones nos entregan la información en tiempo real y los jugadores son desmenuzados en porcentajes de posesión, de influencia, efectividad, tiros, número de llegadas, de toques y cambios, en valor en el mercado. Una suerte de cromo con información multiplicada y actualizada permanentemente.
Y como último secuestro, la omisión del espectador presencial: el vuelco total hacia la pantalla. Uno que, si bien corresponde a las medidas de bioseguridad, no deja de leerse como continuación de una transformación de la mirada. Una donde extraña y coherentemente el fútbol deviene en simulacro.
“No hay nada menos vacío que un estadio vacío”, ha dicho Eduardo Galeano. “No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie”. Un vacío espacio para imágenes impresas de espectadores. Para publicidad y gritos pregrabados. Para celebraciones de campeonatos ganados sin público testigo.
Todo esto tal vez sea un vistazo al futuro, si no lo es ya. Y con ello otra mirada, otra forma de organizar nuestras lógicas con el fútbol. Y, por supuesto, otros valores de lo narrable e imitable. De lo divino y la verdad. El fútbol ha muerto. Pero tiene likes.