En los ventorrillos de la 57 me invade un pálpito reconocido, un rumor de saltitos y voces, de cánticos apenas entendibles, encriptados bajo el centenario golpetear de tambores, algarabía del tribal ancestro futbolero, estamos en las vecindades del templo del balompié bogotano, una frontera a la que no acudía desde hacía 17 años.
¿¡Cómo!?¿"El Palacio del Colesterol" ha desaparecido? Busco ese paraíso gastronómico, recuerdo su grasa atmósfera y sus ruidosos comensales y sus vitrinas atiborradas de frituras bajo bombillitos solitarios como faroles. Ahora todo está ordenado quizá demasiado para mi gusto.
Una turba envuelta en rojo y blanco camina hacia el gran coloso, el Nemesio Camacho El Campín", que devora a miles de aficionados, con sus glándulas de concreto. Bajo la pirotecnia de esta noche se amalgaman las bocanadas de humo de los viejos catafalcos rodantes que aún deambulan por la carrera 30 y el sonoro claxon, con sus acentos nasales, en sordina, de inconfundible origen santafereño. Me asaltan recuerdos desde esa orilla de mi vida, cuando asistía miércoles y domingo a este templo de la euforia a ejercer como reportero de camerinos
Ocho de la noche, me he instalado en el tercer piso de occidental, cerca de las cabinas de trasmisión, el mismo que ocupé en tiempos en que el fútbol despedía a los últimos hinchas de mostacho que recordaban a Pandollfi y Pedernera. Los días en que la gente escuchaba los partidos en transistores, no en teléfonos celulares, radios donde cabían las portentosas voces de narradores imaginativos y analistas de elaborada prosa, los lejanos días en que el futbol no necesitaba las vanas diatribas sobre la moda que lucen los jugadores, ni disc-jockeys elevados a la condición de comentaristas deportivos.
El estadio es precioso. Desde las velitas que portan los aficionados de Oriental, vuelan inverosímiles pájaros de fuego que estallan en una lluvia de azufrado y rojizo embrujo. La hinchada de la tribuna popular, extiende la enorme bandera cardenal sobre el vapor de los torsos desnudos, tatuados con la estrella siete, con el bicolor escudo y con flacos leones que rumian su propia furia y delirio.
Arranca el partido, trato de ubicar la última visita al Nemesio en una fría noche del 96 cuando Junior de la mano de Valenciano derrotó al Santafé y me desterró del estadio, esa velada, sentado en sus frías graderías, hice la promesa de no volver, predicamento que ahora se rompe por cuenta del gran momento de los cardenales en la Copa Libertadores.
En la formación albirroja preciso las figuras que se han vuelto familiares. Jefferson Cuero lleva su rostro de pianista de película antigua, grabada en un mísero y añejo bar de Nueva Orleans. Tiene una forma de correr primitiva, de corajudo guerrero zulú, portando dos largas palancas de donde libera un disparo de “40 yardas” diría el Negro Perea.
Gana Santafé y apenas transcurren 6 minutos. Los rojos aseguran su paso a la Libertadores. Pérez, el argentino, camina con tranquilidad que da la experticia. Tiene las rodillas muy juntas, tiene las patas chuecas, pero juega sin apuros, toca, aguanta y cuando se decide tira imposibles centros algebraicos. El medio campo es entonces la pizarra donde el calvo traza la arquitectura de un fútbol rítmico y cerebral a la vez, un estilo donde concurren la lógica y la magia, la sorpresa y la hipotenusa.
En el frente de Ataque, Medina hace esfuerzos infructuosos, estrella un remate contra un paral. Muestra algunos destellos de su juego, de ese vértigo que le permite aventurar incursiones en terrenos imposibles, por donde no cabe, en campos minados de piernas rivales, sin más armas que su frágil velocidad cultivada en potreros de pueblito antioqueño y sus quiebres con aroma del fútbol polvoriento. Corre, busca los centros y mira a la tribuna con sus ojos bañados de orfandad, ojos aún habitados por esos fantasmas adictos a la juerga, espectros letales contra los que lucha a diario, quizá sus adversarios más traicioneros.
Partido aparte se juega el otrora general Bedoya. Esta noche no es el terco y pugnaz destructor del juego ajeno, es el curtido trabajador de la empresa, el que acude para llenar los espacios que sus compañeros dejan, es un líder que no reclama, aplicado, atiende todas las solicitudes, apoya a Pérez, marca con certeza, hace limpias entregas, en resumen es el compañero, el empleado en el que todos confían.
Al fondo de la cancha Valdez hace cierres con la elegancia del inolvidable Jorge Balbis. Meza lo complementa, no necesitan hablar para entenderse como alguna vez lo hicieron Yepes y Córdoba, Bares y Maldini, como Gardel y Le pera.
Valencia es un jugador de estampa añeja, parece sacado de un viejo ejemplar de la revista Estadio. Con sus canillas desnudas, medias recogidas, a lo crack, transita el medio campo al área chica, acompañando a las figuras, rodeándolos, metiendo, cazando cualquier posibilidad con la convicción de los futbolistas de otros tiempos, los que usaban fuerza a cambio de gambetas, y es de esa fortaleza, de esa búsqueda inclaudicable, de donde surge una pared con Medina que termina en un fuerte remate del flaco de caminar errabundo, un tiro inolvidable que sella el paso del Expreso Rojo a la semifinal de las Libertadores.
Se marcha la turba cardenal con su trasteo de caritas pintadas y cornetas afónicas. Contra el plafondo de un cielo añil y purpúreo, las luminarias del estadio en parpadeo agonizante, despiden una noche que resistirá el olvido. Las gradas, ahora vacías, son ruinas invadidas de nostalgia y como el mohoso silencio de las casitas de la calle 57, como los viejitos de rojas bufandas, como los muchachos que compran afiches y gorras y por supuesto ilusiones de campeonato, serán los preciosos recuerdos de esta fuga al libertario universo futbolero.