No existe una manera más desvergonzadamente ridícula de aparentar inteligencia que simular un completo desinterés –en ocasiones un absoluto desprecio– por el fútbol. Todos conocemos a esos comensales o contertulios de ocasión que, ante el asomo del tema futbolístico en la conversación, proceden a bostezar como hipopótamos adormecidos.
Cuando se han asegurado de que los que están a su alrededor se han percatado de su falsa apatía hacia el tema, estos comediantes involuntarios proceden a manifestar, sin que nadie lo haya solicitado, que no “entienden” qué es lo que la gente le ve al fútbol. “No le veo sentido –dicen–, ni la gracia, a ver a veintidós tontos pateando un balón”. No hay mayor muestra de estulticia que enorgullecerse de la propia falta de entendimiento.
Alardear de que no se comprende algo (muy diferente a la humilde actitud socrática de quien admite que no sabe, pero quiere y busca el conocimiento) es mostrar la propia carencia espiritual como si fuera monedas de oro y plata.
Los otros, los más atrevidos, los que se creen escuderos del pensamiento crítico, van más lejos. Afirman que el fútbol es “pan y circo”, que mientras la gente ve partidos de fútbol por televisión, los políticos corruptos hacen sus cochinadas, los niños pobres mueren de hambre y el mundo se va a la mierda. Como si no fuera posible disfrutar de un partido entre el Manchester City y el Borussia Dortmund y al mismo tiempo denunciar las injusticias del mundo.
No se dan cuenta de que, al repetir la expresión “pan y circo”, han abandonado el pensamiento para repetir como androides de plástico una consigna prefabricada; un molde de yeso verbal, vaciado y manoseado por todos.
Pero volvamos a los que dicen no entender esa práctica absurda en la que veintidós personas corren detrás de un balón en una llanura de noventa metros por ciento veinte. Esa gente padece de lo que yo llamo “la mirada del marciano”. Bajo la mirada de un visitante de otro planeta, de un extraterrestre, cualquier actividad humana resultaría un despropósito, un sinsentido. ¿Qué es el sexo sino dos cuerpos (o más) metiéndose y sacándose cosas? ¿Qué es un asesinato sino un cuerpo (o más) metiéndole y sacándole cosas a otro?
¿Qué es la actividad de comer sino un organismo que tritura sustancias con prensas de calcio para luego pasarlas por un tubo? ¿Qué es el fútbol sino veintidós bípedos implumes pateando una esfera de cuero sintético? Cuando se desconocen las convenciones humanas, cuando se carece por completo de un conocimiento sociológico básico, cualquier tipo de conducta o comportamiento colectivo se convierte en un fardo de inútiles acciones físicas acometidas por organismos biológicos.
Pero el fútbol, y casi todas las actividades humanas, son más que eso. De la misma manera que el movimiento de una mano es un gesto de amistad, de la misma forma que los prismas empastados con hojas cosidas son libros, del mismo modo que los sonidos proferidos por nuestros órganos bucales son palabras, el fútbol es una actividad artística y moral. Quien vea un partido de fútbol con detenimiento encontrará momentos de belleza, de fealdad, de heroísmo, de cobardía, de narcisismo y, a veces, de poesía.
Albert Camus, ese filósofo de la moral, de la vida y la existencia, afirmó que todo lo que sabía sobre los hombres lo aprendió del fútbol. Concuerdo con esa afirmación. El fútbol es la puesta en escena –a pequeña escala y en condiciones controladas– del drama de los seres humanos en este mundo.