El final del día comenzó bien.
Como lo he hecho durante los últimos dos años, me disponía a disfrutar uno de mis momentos preferidos del día: la hora de natación que por sugerencia médica y por placer propio dedico al menos tres veces a la semana.
Lo sorprendente esa tarde fue lo sencillo que resultó encontrar lugar para estacionarme: al primer intento y en el primer nivel del edificio, cuando lo normal es que deba completar el rutinario descenso en espiral hasta el tercer o el cuarto sótano.
Pero la tarde me tenía guardadas algunas sorpresas más.
Como es de suponerse, no soy el único que adora terminar su día olvidándose de los problemas mientras recorre, en un delicioso ida y vuelta, el escenario de una piscina limpia iluminada por esos misteriosos faros subacuáticos que le dan un aire de mágico pozo futurista. Por eso no es extraño que eventualmente deba esperar algunos minutos para que se desocupe algún carril de nado. Pero no esa tarde. La piscina estaba vacía por completo y el privilegio de tenerla toda a mi disposición hizo que los sesenta minutos de nado fueran un placer casi onanista.
De la piscina a las duchas. Solas. Tranquilas. Sin los ruidosos tenores improvisados que ejercen su sagrado derecho al ridículo saltando de Andrea Bocelli a Rodolfo Aicardi.
La salida del estacionamiento fue tan ágil como el ingreso. Pero la sorpresa mayúscula fue salir a las calles de mi ciudad, en la noche incipiente, y encontrarlas transitables, con poquísimos vehículos, con poquísimo ruido y, lo que es maravilloso de un modo superlativo, con poquísimos seres humanos.
El trayecto en el que usualmente tardo treinta y cinco minutos lo cubrí en quince.
Ya estaba empezando a preocuparme y a considerar explicaciones cinematográficas como el advenimiento repentino de los zombis o una evacuación masiva ante la confirmación del vigésimo octavo concierto de despedida de Vicente Fernández, cuando llegué a casa y lo entendí todo.
El vigilante del edificio, con un inocultable rostro de tragedia, me ponía al tanto: acababa de terminar el partido y Nacional había empatado de local.
Algo de indignación pude ver en el gesto del hombre cuando respondí con una sonrisa a su pormenorizado informe deportivo. Debí explicarle que no me alegraba del tropiezo de su equipo sino de constatar lo raro que soy y el privilegio que esa peculiaridad me obsequiaba.
Mientras la práctica totalidad de mi ciudad se entregaba al legítimo placer del deporte televisivo, yo, un raro que considera al fútbol una práctica como cualquier otra, disfrutable tal vez cada cuatro años, sobrevalorada y en no pocos casos nefasta, podía saborear el inusual lado B de la ciudad. Y ese privilegio no se tiene todos los días.