Al reflexionar sobre el desenlace del intento de destitución a Pedro Pablo Kuczynski (PPK) por parte de los sectores fujimoristas surgen variables interesantes para problematizar la relación asimétrica entre el poder legislativo y ejecutivo en las democracias latinoamericanas. En la última década varios presidentes de la región han sido destituidos por sus respectivos parlamentos en una dinámica que algunos han calificado como una estrategia de potencias extrajeras que ven más rentable incentivar un “golpe parlamentario” que apostarle al clásico “golpe de Estado”. Tal vez sea una calificación un tanto apresurada porque estos procesos como el caso Paraguayo con Lugo o Brasileño con Dilma se vieron acompañados de profundas discusiones al interior de los estados y bajo circunstancias muy particulares. No creo que sea una discusión que se resuelva apelando a la bipolaridad propia de la Guerra Fría. Lo que pasó en Perú resulta muy llamativo porque a la escalada de revelaciones de Odebrecht (causa formal de la apertura de la destitución) que seguirán poniendo en aprietos a PPK se suma un fuerte y extraño arraigo del fujimorismo en la política nacional.
El fujimorato (1990-2000) cayó hacia el año 2000 en medio de la peor crisis política que ha vivido Perú en décadas. Aunque han pasado cerca de 18 años desde la caída de Alberto Fujimori su sombra todavía se proyecta con mucha fuerza en la política peruana. Su historia no representa la clásica narrativa del Gobierno autoritario que cae en desgracia sino la de un proyecto político con una enorme base social y electoral que en los últimos 10 años se “actualizó” para convertirse en la mayor fuerza parlamentaria y disputar con opciones reales la presidencia. Algo que puede resultar extraño para un foráneo porque Fujimori en el imaginario colectivo es asociado con violación sistemática a los derechos humanos y corrupción. Sin embargo, la consolidación de fujimorismo tras la caída del líder tiene mucho que ver con una percepción diferente de esa realidad por parte de amplios sectores de la sociedad peruana y al dinamismo que ha experimentado el fujimorismo en cabeza de los hijos del otrora líder, Keiko y Kenji, fundadores del partido Fuerza Popular que en 2016 obtuvo 73 escaños de 130, es decir, el 56% del Parlamento. Fue por esa mayoría que muchos daban por sentado que la destitución de PPK ya era una realidad.
PPK se salvó porque la crisis que se anunciaba tras su eventual destitución amenazó con sumir al país en una incertidumbre institucional tan grande como la que se vivió hacia el año 2000 cuando Fujimori renunció por fax a la presidencia. Los cálculos de los sectores que le dieron luz verde al proceso de destitución pero que a última hora evaluaron con mayor objetividad los alcances de una destitución que inclusive podría haber conllevado a realizar nuevas elecciones legislativas se sobrepuso al apresurado revanchismo de Fuerza Popular tras su derrota presidencial en 2016. Asimismo, la ruptura del bloque fujimorista también quedó en evidencia poniendo en entredicho la mayoría con la que ha contado el partido y profundizada con disidencia de Kenji quien decidió no respaldar la destitución. El hecho de haberse salvado por los pelos no le garantizará a PPK tener mayor gobernabilidad (y no le resta gravedad a las acusaciones de Odebrecht) en un Congreso donde su partido solo representa el 15% de los escaños pero sí le permitirá establecer nuevas condiciones para entablar una relación diferente con las fuerzas políticas. El primer semestre del 2018 será decisivo para PPK y su llamado un tanto utópico a lograr un “Perú unido”. Solo queda una pregunta en el aire: ¿A qué le apostará el fujimorismo?