En los últimos días, la opinión pública ha centrado sus ojos en la posible infiltración de dineros en la campaña de reelección del expresidente Santos por parte de la empresa Odebrecht; escándalo que ha generado un manto de distracción en relación con fenómenos preocupantes y aún más peligrosos para la débil democracia de nuestro país. Inicialmente el gasto desmedido en las campañas regionales a todos los niveles y por ende la consecuente filtración de dineros, de procedencia presuntamente ilegal para el financiamiento de las mismas.
Las sombras de la “parapolítica” y los “dineros calientes” se ciernen nuevamente desde las juntas administradoras locales, concejos y asambleas, hasta llegar a las alcaldías y gobernaciones; llevándonos a la materialización efectiva de la crisis social y política que enfrentamos en el país. En décadas anteriores solo se percibía la existencia de estas afectaciones a los procesos electorales, en la provincia y en las regiones bajo el control de grupos armados al margen de la ley, lejanos para la mano de la institucionalidad, abandonados por el Estado y condenados a la existencia de un modelo de gobernabilidad paralela. Pero hoy son fenómenos constantes en todas las regiones, sin discriminación alguna, incluida la capital del país y las localidades más vulnerables.
La “compra” de votos y de conciencias se desarrolla no solo a través de las viandas y regalos, se hace de manera material a través de dineros repartidos a boca de urna, por los emisarios de las estructuras que financian a sus pupilos o herederos políticos; las consultas pasadas para la conformación de listas, desarrolladas por algunos partidos, fueron la evidencia de este tipo de accionar, que dejó como grandes triunfadores a candidatos con una enorme “logística” que se impuso frente a las propuestas programáticas de otros sectores sin un amplio apoyo financiero.
De un lado, podemos evidenciar la presencia de financiadores tradicionalmente vinculados a grupos armados al margen de la ley, quienes imponían anteriormente su posición política, a través del poderío militar en los campos de regiones bajo su control, como herramienta de convencimiento; pero que ante el impacto generado por el desplazamiento ocasionado por ellos mismos, se vieron obligados a “conquistar” su nuevo potencial electoral en los sectores más desfavorecidos de los centros urbanos.
También, existen nuevos grupos que buscan utilizar los procesos electorales como mecanismos de toma del poder y justificación social de los recursos obtenidos a través de actividades delincuenciales, principalmente el narcotráfico; algunos candidatos son presuntamente financiados con recursos provenientes de departamentos como Caquetá, Cauca, Chocó y otros, donde extrañamente la presencia de estas estructuras criminales, son de público conocimiento. Su intencionalidad va desde el lavado de activos a través de las campañas, pasando por la toma de controles territoriales hasta finalmente enquistarse en todos los escenarios de desarrollo de la sociedad.
Según lo evidenciado por los investigadores, líderes sociales y organizaciones, recientemente ratificado por organismos nacionales e internacionales de seguimiento a los procesos electorales, no podemos dejar de lado los grupos de “contratistas” de alto perfil que realizan la recolección de recursos entre sus asociados a fin de financiar candidatos que sean comprometidos con sus intereses económicos y con la corrupción que se ha convertido en el motor perverso del desarrollo mismo de la gestión institucional. El financiamiento a cambio de contratos de alto presupuesto, sin cumplimiento de los procesos de contratación y con pliegos amañados, son una constante en las entidades públicas actualmente.
Como ejemplo podemos tomar el caso de Bogotá, referencia de la presencia de grupos y estructuras criminales a todos sus niveles. En las pasadas consultas, según cálculos aproximados de algunos líderes sociales de las distintas localidades, especialmente de las zonas periféricas, existieron candidatos que solo en este etapa del proceso invirtieron sumas cercanas a los 500 millones de pesos, cuantía que dista ostensiblemente de los honorarios que serían percibidos por sus servicios en las juntas administradoras locales, de ser elegidos. Es preocupante esta percepción, si se toma en cuenta que esta era una etapa previa del proceso real de elección y que los candidatos a concejos que patrocinaron a estos precandidatos, aún no han llegado al máximo de sus procesos electorales.
Bajo este panorama es inminente que este tipo de grupos “financiadores” sean los verdaderos triunfadores en las elecciones del próximo mes de octubre; corporaciones plagadas de personas desconocidas para la comunidad, con amplios procesos de desconocimiento de los territorios y con intereses de cada uno de los inversores, pero totalmente aislados de la vocación de servicio y del fundamento existencial de la función pública.
Se considera que este tipo de fenómeno aumentará también los actos de violencia, las amenazas y los homicidios selectivos contra los líderes sociales en todos sus órdenes, ya que son la última “línea de defensa” de la democracia ante el enquistamiento o el avance de estos sectores “políticos”. El aniquilamiento sistemático de los denunciantes de este tipo de acciones, no solo es físico, también se usa el señalamiento y la falsa judicialización, como herramientas para impedir que el común de la población reconozca, que no estamos frente al fin del conflicto sino ante la urbanización y transformación del mismo.
Visto este panorama, el ciudadano promedio debería realizar dos tipos de ejercicios fundamentales. Primero, ver con desconfianza a todos estos políticos tradicionales, cuya estética, actuar y pensar se asimilan más a los capos criminales que a los estadistas que el país requiere. Identificarlos es el primer paso para no vender la conciencia a cambio de moronas caídas de la mesa de corrupción donde se alimentan estos personajes. Segundo, realizarse dos preguntas simples: ¿qué vale más?, ¿una prebenda o la dignidad del elector y su modelo para las nuevas generaciones?, ¿quién mata a los líderes sociales?, ¿los sicarios pagados por esos grupos o quienes siguen su juego de la falsa democracia?
Sea cual fuere la respuesta frente a estos cuestionamientos, es evidente que el paso agigantado de los “mercaderes de la guerra” y los “banqueros de la democracia” es un peligro real para el desarrollo y el bienestar de la nación. Hasta ahora el Estado y sus órganos de control aplican la regla general de la impunidad: “ojos, oídos y boca cerrados”.