La paz no necesita marketing sino cojones
Opinión

La paz no necesita marketing sino cojones

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junio 17, 2015
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¿Por qué algo tan seductor como la paz no se le ha podido vender a los colombianos? Muchos especialistas en comunicación resumen en preguntas de este tipo sus convicciones y angustias sobre el proceso de paz. Sin embargo, creo que este enfoque de marketing no ha permitido dar ninguna respuesta efectiva a la crisis de legitimidad del proceso y, antes bien, ha ocultado unos problemas más graves que pocos han querido reconocer.

Quisiera señalar dos de esos problemas. Uno de agente y otro de discurso. Creo que el proceso de paz fracasa porque se le ha querido presentar como la gesta transformadora de un hombre que no tiene ningún discurso revolucionario sobre el cambio que pregona. Se trata de hacer una paz que supuestamente cambiará la historia, pero con el mismo lenguaje de la guerra que nos condena a repetir la historia.

Vamos por partes.

A la hora de dar claves interpretativas sobre el proceso de paz, la única cara visible del Gobierno Nacional es la de Santos. En él se concentra casi toda la comunicación, al punto que las negociaciones son percibidas como su capricho personal. Y las melodramáticas declaraciones suyas sosteniendo que no le importa sacrificar su “capital político” o que morirá “sabiendo que hizo lo correcto”, solo reafirman esa sensación de que la paz es más el proyecto político de un hombre que la voluntad histórica de una Nación.

En la comunicación del proceso Santos está solo. Los ministros no parecen dispuestos a jugarse tanto como el presidente. Ninguno ayuda desde su cartera a mostrar que hay un equipo comprometido y alineado con el proceso. De hecho, no parece existir ningún plan integral en el que todas las carteras participen solidariamente para jalonar la paz. Por mero cálculo político personal o simple mecanismo de defensa, los ministros le dan la espalda a Santos cuando se trata de explicarle al país cómo se conseguirá la paz.

Aunque quizá esté siendo injusto. Sí hubo un ministro que se encargó de comunicar siempre la paz, o mejor, el fracaso permanente de la paz: Pinzón. Lejos de actuar como el ‘policía malo’, el ex MinDefensa exhibió durante todos estos años el mismo discurso de quienes Santos ha denominado “enemigos del proceso”. Y eso, si bien pudo ser muy útil para darle confianza a una parte de las Fuerzas Armadas, ante la ciudadanía solo generó dudas y suspicacias.

Pinzón encarna toda la ambigüedad narrativa del discurso santista sobre la paz. Un hombre leal con el presidente, pero cuya retórica en ningún momento se desmarca de la de cualquier uribista. Y es justamente allí donde radica el desastre comunicativo de la paz de Santos: su discurso solo se distingue del de los detractores del proceso en intensidad, pero no en estructura. Es una paz narrada en el mismo lenguaje de la guerra, una paz que comparte la sintaxis con aquellos que denigran de ella.

Y mientras para Uribe tratar a las Farc como ‘bandidos’, ‘animales’ o ‘terroristas’ hace parte de un relato que se percibe como consistente y fiel, en el caso de Santos entra en contradicción con sus propios fines y lo terminan convirtiendo en objeto de sospecha. ¿Por qué Santos insiste en hablar con gente a la que siempre describe como el epítome del mal? ¿Por qué persiste en dialogar con un grupo al que despoja de cualquier racionalidad y capacidad de interlocución? ¿Por qué discute con los que él mismo muestra como incapaces de diálogo? Cualquier respuesta a estas preguntas hace quedar mal al presidente y esto es precisamente lo que ha ocurrido en los últimos años.

Tal contradicción de hablar con el que suponemos incapaz de habla es, sin embargo, una enfermedad más profunda y crónica de la que el santismo es apenas un caso. En Colombia se ha construido un relato muy exitoso sobre la naturaleza del conflicto armado que defienden con la misma fuerza el Gobierno, el uribismo, las élites económicas y los medios de comunicación. Un relato según el cual las Farc no son más que un grupo de desadaptados que ha sido un palo en la rueda del mítico progreso al que estaría destinado el país.

Y este discurso ni es objetivo, ni es neutral, ni es solamente descriptivo. Es —así le duela a todos los colombianos que defienden esta mirada— un relato producido en la guerra y que justifica a gran parte de los que han vivido gracias a ella.

Avanzar en un posible acuerdo de paz solo será posible si empezamos a desnaturalizar y criticar este relato elitista e ideologizado del conflicto armado. E implicará que todos aquellos que lo defienden, se esfuercen en crear un nuevo modo para referirse a las Farc y para narrar la historia de lo que ocurrió en Colombia.

Pero temo nadie parece dispuesto a tratar a las Farc como interlocutores. Quieren un diálogo sin reconocerle dignidad a quien dialoga. Ya sé que aquí saltará todo el mundo a gritarme que los primeros en sabotear esa dignidad son los mismos guerrilleros, pero también es cierto que nadie se ha preocupado por abrirles el micrófono y dejarles contar su versión de las cosas. Si el establecimiento está tan convencido de que su relato es sagrado y verdadero, ¿por qué le impide sistemáticamente a las Farc contar el suyo? ¿Por qué los medios le temen a las ‘mentiras’ de las Farc?

Un diálogo se realiza entre dos y se comunica entre dos. Seguramente los asesores del presidente seguirán insistiendo con sus frases pueriles y sus guiones de telenovela, pero el proceso de paz solo tendrá sentido para la ciudadanía en el momento en el que quienes dialogan se pongan de acuerdo en unos criterios y unos mecanismos mínimos de comunicación. Mejor dicho: si quieren que los colombianos le creamos al diálogo, deben mostrarnos que el diálogo ya ha tenido efectos en el modo en que los interlocutores se tratan entre sí. Y esto no lo resuelve una agencia de publicidad, sino tener los cojones para torcerle el cuello a la historia.

 

 

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