El fracaso del romántico COP26 de Glasgow

El fracaso del romántico COP26 de Glasgow

A propósito de la cumbre sobre cambio climático, la respuesta al interrogante: ¿por qué se han convertido a los pobres en los más peligrosos depredadores?

Por: Carlos de Urabá
noviembre 02, 2021
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
El fracaso del romántico COP26 de Glasgow
¿Por qué se han convertido a los pobres en los más peligrosos depredadores?

Esta es una pregunta primordial para entender muchos de los estragos cometidos en el medioambiente de los países del llamado tercer mundo. Hablando de Latinoamérica, y por razones obvias, los recursos naturales y sus materias primas representan para millones de personas un factor económico de primer orden, pues de allí obtienen su sustento diario.

Para colmo, la situación social es tan calamitosa que en tiempos de crisis no valen argumentos filosóficos ni sentimentales, ya que lo prioritario es satisfacer los instintos de supervivencia y conservación de la especie.

De otro lado, los estudiantes, profesores, intelectuales, las onegés y demás organismos conservacionistas no se cansan de denunciar la brutal destrucción de las selvas, la contaminación de los mares y los ríos, la tala indiscriminada de los bosques o la extinción de las especies. Es muy claro que ellos pertenecen a un mundo en el que tienen todas las necesidades cubiertas y disfrutan de un inmejorable nivel de vida. ¿Por qué lo hacen? Han alcanzado un nivel de conciencia gracias a esa sociedad del bienestar que les ofrece todas las facilidades educativas y de formación intelectual.

Cómodamente, sentados en sus oficinas, universidades o escuelas redactan libros y tesis doctorales, artículos periodísticos, manifiestos, donde se autoproclaman los redentores de la humanidad. El mejor ejemplo es el del político norteamericano, premio nobel de la paz y profeta del cambio climático Al Gore, quien reside en una mansión de 20 alcobas y ocho baños en el exclusivo barrio Belle Meade de Nashville. Como si fuera poco, su gasto anual en gas y electricidad se eleva a la cifra de 30.000 dólares. Sin contar con las dos limusinas, tres carros deportivos y un jet privado que dispone para su heroica lucha contra “el calentamiento global”. Tanto cinismo deja en evidencia “una verdad incómoda”. ¿O sea que estos burguesitos son los que van a salvar el planeta? Definitivamente, esto es pura demagogia, ya que ni se imaginan cuáles son las condiciones económicas imperantes en esas latitudes (tercer mundo) que llevan a millones de “parias” a convertirse en los más peligrosos depredadores.

Hoy en día casi todos los partidos políticos —ya sean de izquierda o de derecha— incluyen en sus programas la defensa del medioambiente. Tan inusitado amor por la naturaleza no es más que una estrategia para atraer a los votantes más críticos y reivindicativos. Es curioso que esta preocupación surja cuando tras siglos de explotación indiscriminada ya es demasiado tarde para rectificar el rumbo. Las cifras no mienten y las consecuencias son estremecedoras: más del 60 % de los bosques tropicales han desaparecido por completo. Aquel trópico exuberante que describieran los cronistas en un pasado no muy remoto hoy no es más que un erial yermo y estéril.

En conclusión: la ecología es cosa de privilegiados y su doctrina solo sirve para justificar los millonarios presupuestos de la FAO, la ONU, la WWF, Green Peace, ONG y demás organismos internacionales donde un cartel de funcionarios y burócratas se lucran (con altos sueldos y dietas) a costa de los abusos cometidos contra la madre naturaleza. Se supone que de ellos depende el que se distribuya los presupuestos específicos y se apliquen rigurosamente las políticas para detener el horripilante ecocidio que arrasa no solo en el tercer mundo, sino en general en todo el planeta tierra.

El ecologismo se ha puesto de moda y ocupa la primera plana de los periódicos e informativos de la prensa, radio, la televisión o redes sociales. Este es un asunto trascendental que mantiene en vilo a la opinión pública y, por lo tanto, proclive a convertirse en un trending topic o best seller. Los noticieros no cesan de trasmitir mensajes alarmantes: que si el calentamiento global, los desechos contaminantes, el efecto invernadero, el deshielo de los casquetes polares, la agonía de los arrecifes de coral en los océanos, la deforestación de la selva o la polución atmosférica. Es tal el fervor que hasta las grandes multinacionales han lanzado al mercado una nueva gama de productos bio, productos sanos y no contaminantes que por sus características generan un valor añadido. La denominación “verde” multiplica las ventas y el éxito está asegurado porque a los ciudadanos de cache no les importa pagar el doble con tal de lavar sus conciencias y contribuir a la salvación de nuestra especie.

Es imposible que una gran humanidad empobrecida, esclava del hambre, el analfabetismo, las enfermedades, sin trabajo y protección social reaccione y adquiera conciencia. ¿A esos millones de parias que apenas ganan dos o tres dólares al día quién les puede exigir que protejan el medioambiente? Esos proletarios, obreros, campesinos o indígenas de los países subdesarrollados son los que arrojan más basuras y contaminan sin medida ni clemencia. El G20 en Roma ha prometido que invertirá 100.000 millones de dólares para ayudar a que los países más pobres adopten medidas urgentes para combatir el cambio climático.

¿Qué se puede esperar de una sociedad moderna que ha divinizado la tecnología? Hoy la naturaleza se contempla cómodamente sentado frente a una pantalla de un televisor en la que se proyecta una película o un documental. El vínculo ancestral que nos ligaba a la tierra ha desaparecido, pues nuestra nueva identidad es el consumo. Aunque vivan en el campo, su mente ya está urbanizada.

Durante el siglo XX la diversidad humana se ha reducido a la mínima expresión y tan solo resta un 5 % de los pueblos originarios. Algo parecido sucede con la biodiversidad ya que el colapso de los ecosistemas es irreversible.

Nos abruma la fatalidad, ya que ese maravilloso planeta azul, el único lugar que a ciencia cierta alberga vida en el universo, se ha transformado en un muladar invadido por millones y millones de toneladas de plástico, basura, chatarra, residuos tóxicos y nucleares.

La civilización del plástico ha triunfado, la cultura artesanal ha sido aniquilada por completo, la industria de los polímeros produce millones de objetos en serie a un ritmo enloquecedor que tardarán siglos en degradarse en el ambiente. Durante los 18 meses de pandemia del coronavirus se ha contaminado más el planeta tierra que en una década porque se ha tenido que producir aceleradamente una serie de elementos indispensables para combatir el virus. Se calcula que China (la fábrica del mundo) ha exportado en un solo mes 4.000 millones de mascarillas; otros tantos miles de millones de trajes de bioseguridad, y millones de millones de insumos hospitalarios como máscaras FFP1 quirúrgicas, guantes, jeringuillas, termómetros, pruebas de detección del virus, etcétera (en la mayoría obtenidos a partir de un proceso petroquímico muy tóxico y peligroso).
Quizás lo más contaminante sea el gel antibacterial o los productos de limpieza, sanitización y desinfección con los que literalmente han fumigado pueblos y ciudades enteras. Una actitud irracional que ha provocado una excesiva polución de las aguas y la atmósfera con compuestos refinados del petróleo (etanol, glicerina, peroxido de hidrógeno) plaguicidas o viricidas tensoactivos. La basura sanitaria invade la cuenca de los ríos y es desechada en los mares, aumentando por 10 el grado de toxicidad anterior a la pandemia. Estos millones y millones de toneladas de desperdicios de la era del covid-19 contribuyen aún más al holocausto ambiental.
En el supuesto de que esa gran humanidad excluida del banquete consumista quisiera alcanzar el nivel de un ciudadano de la clase media norteamericana o europea el mundo se iría a pique. En los países desarrollados se consumen las ¾ partes de los combustibles fósiles y el gasto de energía es inconmensurable. Los índices de crecimiento se mantienen a base de expoliar las riquezas del tercer mundo. Porque sin esas reservas de materias primas la civilización occidental no podría continuar con su crecimiento infinito. En los países más ricos el despilfarro es la norma, pues el poder adquisitivo de los ciudadanos se lo permite.

Cómo puede predicar el respeto a la naturaleza una sociedad que ha convertido los ríos, los lagos, los mares en letrinas; una sociedad donde millones de automóviles arrojan a la atmósfera el CO2 que nos asfixia; una sociedad individualista y egoísta y que se desentiende del futuro de las generaciones venideras. Es indiscutible que el sistema capitalista con su política demencial y suicida es el directo responsable de la crisis medioambiental. A pesar que la legislación de los estados (tanto del primer mundo como del tercer mundo) es muy celosa en cuanto a la protección de la naturaleza; el cumplimiento de esas leyes está sujeto a oscuros intereses económicos. Donde ayer había un precioso bosque hoy se construye un condominio de lujo, un centro comercial, un aeropuerto o un gran complejo hotelero.

Los pobres desean imitar a los poderosos, aspiran a ser como los amos y alcanzar la más alta cima. Sueñan con ser triunfadores nunca fracasados. El capitalismo defiende y promueve el espíritu de superación sin importar los medios ya que lo fundamental son los fines.

En el lugar más perdido del Amazonas, por ejemplo, es muy fácil captar vía satélite cualquier canal de la televisión mundial. Los medios de comunicación son la vanguardia del magno proyecto que la economía neoliberal denomina “globalización” y para ellos no hay fronteras, ni moral, ni ética que valga. Su ideal supremo es colonizar mentes, explotarlas, controlar la masa, crearle falsas ilusiones y una vez sometida a sus caprichos, integrarla al sistema depredador. No son seres humanos sino clientes de un gran supermercado siempre en busca de una oferta o una ganga.

En los últimos 50 años en el tercer mundo millones de campesinos e indígenas han emigrado a la ciudad redentora. Esto significa que hoy el 65 % de la población mundial reside en las grandes urbes. El mundo rural, tras décadas de abandono y de despojo, agoniza. El nuevo “superhombre” es el "homo urbanus", un engendro cibernético que niega su animalidad. Preso en una burbuja artificial desconoce por completo los ciclos naturales, no sabe sembrar ni cosechar y sus raíces se encuentran en el cemento y el asfalto.

La cuenca amazónica ha sufrido la presión migratoria o el éxodo de millones de parias que huyen de la pobreza, la desertificación, la sequía o el hambre, como es el caso del Nordeste o el sertão brasileiro, los Andes colombianos, ecuatorianos, peruanos o bolivianos. La selva representa la última oportunidad de resucitar y ascender en la escala social ya sea para explotar la madera, la agricultura, la caza, la pesca, el garimpo o el narcotráfico.

El paradigma de la democracia burguesa es la defensa de la propiedad privada. El capitalismo es un proxeneta que prostituye la tierra, la especula y la subasta. Sus leyes son tan perversas que el derecho individual prima sobre el colectivo. Es aberrante, pero han legalizado que una sola persona (dependiendo de su poder adquisitivo) pueda ser propietaria de una hacienda más grande que Suiza (como ocurre en Amazonia brasileira con las propiedades del banquero Daniel Dantas), mientras que millones de desheredados sobreviven hacinados en favelas.

En este juego de la oferta y la demanda, la tierra es un objeto al que hay que explotar hasta la extenuación. Todo tiene un precio; un árbol tiene un precio, un pájaro tiene un precio, una serpiente tiene un precio, una flor, un pez y hasta un indio disecado tienen su precio. Además, pertenecemos a una cultura judeo-cristiana en la que el ser humano fue nombrado por Dios el rey de la creación y su misión es someterla.

Es increíble, pero en este último siglo entre los colonos y la industria maderera hayan acabado con más de la mitad de los bosques andinos. También la ganadería extensiva sigue deforestado los valles y las selvas para satisfacer el voraz apetito de una sociedad carnívora. El ganado es el rey de los latifundios y el gamonal los cuida como uno más de la familia. Parece mentira, pero las bestias gozan de una calidad de vida superior a la de los seres humanos.

Colombia es un país amenazado por la erosión y en el invierno las catástrofes se desatan a causa de las tempestades que literalmente desmoronan las montañas, y los ríos se desbordan anegando miles de hectáreas de terreno. Estos desastres dejan cientos de muertos y miles de damnificados y unas pérdidas económicas que se cifran en billones de pesos. Un estudio de la Universidad Nacional de Colombia predice que con el tiempo los ríos Magdalena y Cauca van a transformarse en lagos, pues el sedimento que arrastran lentamente los van a ir represando. Ante un panorama tan dantesco sería necesario reforestar con 80.000.000 millones de árboles ambas cuencas hidrográficas para revertir este devastador proceso. Como si fuera poco, los científicos aseguran que para el año 2100 en algunas regiones del país habrá problemas de abastecimiento hídrico. (Colombia es uno de los países con mayores reservas de agua del mundo).

Pero en nuestro continente la situación más dramática quizás sea la de Haití donde los suelos han quedado estériles como consecuencia de los incendios y la tala intensiva de los bosques (para sacar leña y convertirla en combustible) La agricultura se halla en la ruina, no hay agua potable y la hambruna se recrudece. A los haitianos les llegó por anticipado el juicio final y su supervivencia depende por completo de la ayuda humanitaria.

Actualmente, en los países subdesarrollados el gran boom es el de los biocombustibles. Es tal la fiebre que los terratenientes y multinacionales que bajo el patrocinio del gobierno siembran miles y millones de hectáreas de palma africana, caña de azúcar, maíz o remolacha. Pese al déficit alimentario las empresas estatales y privadas han apostado por el etanol pues en los mercados internacionales su precio se cotiza al alza. Pero está demostrado que el gasto de energía necesario para fabricar etanol es prácticamente el mismo que el de extraer y refinar petróleo. Quieren sacrificar la alimentación de los habitantes de los países pobres para alimentar automóviles en los países ricos.

Los ecologistas o ambientalistas luchan por conservar al menos los restos del ecocidio. Resignados se conforman con crear "zoológicos" o parques nacionales en un vano intento por salvarlos del ecocidio. En Colombia esas áreas protegidas tan solo ocupan el 5 % del territorio y muchas se han convertido en el campo de batalla donde se enfrentan los carteles de la droga, los paramilitares las disidencias de la guerrilla y el ejército. Esos santuarios de una fauna y flora endémica excepcionales se bombardean y fumigan para imponer la paz y erradicar los cultivos ilícitos. Para colmo, el gobierno ha entregado la concesión de los parques nacionales a las agencias de turismo multinacionales. Entonces, ¿quiénes disfrutan del exotismo y la virginidad de la naturaleza? Indudablemente que solo la élite o los turistas extranjeros pueden costearse unas vacaciones de ensueño en estos paraísos perdidos. El negocio de los tour operadores es redondo, pues los nativos, por un sueldo miserable, laboran de meseros, camareros, cocineros o mucamas en los hoteles, lodge y resorts.

La naturaleza no es la única que está en peligro de extinción, pues la especie humana también se encuentra amenazada. El cambio climático, la desertización, la hambruna y las enfermedades se recrudecen sin que se pueda revertir esta maldita sentencia. Según la teoría de la evolución de las especies de Darwin, el más fuerte se impone sobre el más débil. Argumento que justifica la lucha de clases pues los más pobres de la tierra mueren como moscas ante la mirada indiferente de los poderosos. ¿Alguna vez las organizaciones ecologistas han protestado por los cientos de inmigrantes que mueren ahogados en el estrecho de Gibraltar? Seguro que están más preocupados en salvar las ballenas o delfines que les da más publicidad.

En los foros, las cumbres y congresos los dignatarios, los políticos, los gurús ponen el grito en el cielo y una y otra vez repiten las mismas palabras: que si el desarrollo sustentable, las energías alternativas, el protocolo de Kyoto, la cumbre de la tierra, infinidad de cónclaves como el COP26 de Glasgow (donde paradójicamente se inició la revolución industrial y que durante casi dos siglos ha quemado a nivel planetario millones de toneladas de carbón, petróleo y gas), donde se emiten proféticas resoluciones; se firman tratados, se exponen estudios a corto, mediano y a largo plazo; más presupuestos, más intermediarios y comisiones. Nadie se aprieta el cinturón, nadie quiere renunciar a sus privilegios. Y eso que las grandes potencias en el Acuerdo de París en 2015 ya se comprometieron a reducir las emisiones de gases efectos invernadero que no se ha cumplido en lo más mínimo. ¿Y el decrecimiento, la deconstrucción que significan entonces? El progreso y el desarrollo no se pueden detener, los mercados así lo exigen y los índices de la bolsa de valores deben mantenerse en alza. Los políticos temerosos no se atreven a tomar decisiones impopulares y decretar un parón tecnológico. Al mejor estilo de Nerón prefieren tocar la lira contemplando como la tierra se consume en medio de un voraz incendio.

Cada año 30.000 elefantes de la sabana africana son víctimas de los cazadores furtivos. El precio al por mayor de un kilo de marfil en bruto vendido ilegalmente en China alcanzó en 2017 los 2.100 dólares.

¿Qué clase de ser humano es el que destruye la tierra? ¿Podemos echarles la culpa a todos? De veras que no es lo mismo dominadores y explotados. Sin embargo, los pueblos indígenas, como sociedades arcaicas y primitivas de carácter artesanal, tras miles de años de existencia han conservado el planeta prácticamente indemne ya que su impacto en los ecosistemas naturales es mínimo.

Lo cierto es que el colonialismo y el imperialismo han provocado un cataclismo humano y ambiental sin precedentes. ¿Es que acaso un campesino de Somalia o un pastor de llamas del altiplano andino se pueden comparar a los verdugos capitalistas? A los empobrecidos y colonizados no les queda otra alternativa que destruir para sobrevivir. El desarrollo tecnológico de la civilización occidental no tiene parangón hasta el punto que con sus armas hoy son capaces de borrar toda huella de vida sobre la faz de la tierra.

En el Paraguay los indios chamacocos dedican su vida a cazar taninos para venderlos a una fábrica de pieles en Bahía Negra. Su decadencia es espantosa: alcoholizados unos, prostituidos otros, cantando alabanzas en las iglesias y sectas evangélicas los más se abandonan a su triste destino. Aquellos que se resistan y se declaren contrarios a los intereses de las empresas o multinacionales serán perseguidos y castigados por peligrosos antisociales.

Hace poco, el gran jefe Calonga, del alto Paraguay, denunciaba a los periodistas los abusos cometidos contra su comunidad: "No se cansan, parece que no se conforman con lo que nos han hecho. Nos quieren convertir en paraguayos; que nos pongamos firmes frente a la bandera o que besemos la cruz. Nos visten con sus trajes, nos obligan a cumplir el servicio militar y nos colocan de nombre un número. Para consolarnos nos regalan latas, galletas y medicinas como quien le echa a las fieras un trozo de carroña. Somos parte del negocio y con nosotros justifican sus presupuestos. Por favor, déjenos ser pobres, eso es lo que hemos elegido; déjenos con la poca tierra que nos queda, con nuestros ríos, con nuestra selva. Queremos ser salvajes. Déjenos en paz".

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