La Séptima indudablemente requiere de una renovación física: el arbolado es escaso, la iluminación es deficiente, los andenes son irregulares, rotos, estrechos y no facilitan la movilidad reducida. Además, en la lógica de una ciudad incluyente, se requiere de un sistema de transporte público que facilite la movilidad colectiva de la ciudadanía en general y particularmente de las poblaciones deficitarias, del borde nororiental, Codito, Lijacá, Buenavista y un largo etcétera. Como respuesta a estas necesidades, desde hace nada más que 15 años se vienen barajando alternativas para este corredor: TransMilenios ligeros, tranvías y ahora, un sistema de TransMilenio pesado. Ninguna de estas opciones ha estado exenta de polémica pues ha existido una férrea y diversa oposición a cambiar las condiciones de este corredor, y no se ha logrado llegar a un consenso sobre un modelo de vía que satisfaga a todos los ciudadanos, a pesar de que las condiciones físicas y de movilidad continúan en deterioro. A este desacuerdo ciudadano se ha sumado la profunda desavenencia entre los últimos gobiernos y sus seguidores, así como la caída de la imagen de TransMilenio como sistema de transporte. No obstante, la actual administración se ha decidido por desoír a los críticos, apostarle a este sistema, hacer los diseños e iniciar un proceso licitatorio de un proyecto que genera muchas preocupaciones y dudas.
Uno de los argumentos de la administración para priorizar TransMilenio por la Séptima parte de que a lo largo de esta vía existen unas marcadas diferencias sociales, y las personas de menos recursos son las afectadas en su movilidad por la congestión generada por el volumen de carros particulares propiedad de las élites apostadas en el borde oriental de la ciudad, y entonces es necesario implementar TransMilenio como solución a ese problema de inequidad. Eso suena muy bien. Sin embargo, esa argumentación se desvirtúa cuando aparece un proyecto como Lagos de Torca, el cual es básicamente un desarrollo inmobiliario gigante, que pretende urbanizar todo el norte de la ciudad, una gran ciudadela a construir desde la 220 prácticamente hasta los linderos de Chía y que es la que entra en aparente conflicto con el polígono de la Thomas Van der Hammen. Para la alcaldía y los promotores inmobiliarios, este gigantesco proyecto no es viable si no se resuelve el tema de los accesos del norte, y para eso se deben extender y ampliar vías como la Boyacá, la carrera Novena (Laureano Gómez) y por supuesto, la carrera Séptima. Es ahí cuando el empecinamiento de la administración en este proyecto cobra más sentido.
Aparte de estas suspicacias, al observar con detalle el proyecto de la troncal de la Séptima como está formulado, uno le puede encontrar muchos reparos, como por ejemplo que la ciclorruta desaparece en la calle 100 hacia el sur, que requiere de cuatro puentes vehiculares, estructuras que siempre generan un impacto negativo en su entorno inmediato, que en algunos cruces obliga a la instalación de puentes peatonales, en lugar de pasos semaforizados; que realmente promueve un arboricidio pues en muchos segmentos se desaparecen separadores enteros que actualmente se encuentran arbolados o ajardinados; que en su lugar deja unas grandes explanadas áridas; que persiste en los diseños de estaciones, puentes, mobiliario y espacio público de hace 20 años, y que, a pesar de que seguramente toda su flota será de buses eléctricos (la licitación de la flota la haría el próximo alcalde, o el posterior) en general en este proyecto, las dimensiones ambiental y sociocultural están subordinadas al incremento de la carga y la velocidad. En realidad, la troncal de TransMilenio por la carrera Séptima tristemente es un proyecto del siglo pasado.
Hay un culpable, de estas circunstancias y no es el sistema TransMilenio como tal (sí, es imperfecto y en algunos puntos de la ciudad raya con la decadencia). El verdadero problema de la Séptima es el costoso y arcaico convencimiento de que en todos los proyectos de renovación se deben conservar los carriles de tráfico mixto, es decir los carriles de los vehículos particulares, el elemento más dañino de la movilidad. En el caso de la carrera Séptima, muchos detractores de la actual troncal aseguran que TransMilenio no cabe y lo mismo dijeron del tranvía formulado por la administración anterior. Muy pocos se atreven a cuestionar la pertinencia y la continuidad de los carriles de tráfico mixto como elementos deteriorantes de las vías de la ciudad. Claro, porque tenemos muy arraigada la idea de que las vías deben ser para los carros, a pesar de que en la academia y en la institucionalidad se insiste en el transporte público y los medios alternativos (bicicletas-scooters) como el presente y futuro de la movilidad urbana.
Los vehículos particulares (carros y motos) abarcan el 93% del parque automotor, es decir, son los responsables de ocupar el 93% de las vías en Bogotá, pero representan menos del 19% de los viajes que se realizan a diario en la ciudad. Lo cual es un escándalo con tintes de indignación si se compara con los viajes que se realizan en transporte público, en bicicleta y a pie que representan casi el 70% de los viajes diarios en la ciudad. Además, los carros y las motos tienen una alta incidencia en la contaminación, los accidentes, la inseguridad, la congestión, la violencia vial y la inequidad. Pero a pesar de que las entidades tienen claro esto, permanece ese paradigma equivocado de que los carriles mixtos son intocables, inexpugnables. En el caso de la troncal de la carrera Séptima, para lograr insertar los carriles exclusivos de transporte público, la solución de los ingenieros consistió en ampliar el ancho de vía, rebosar sus límites actuales, demoler lo construido y forzar la imposible cabida de todos. Una decisión por decirlo así, diplomática, que trata de quedar bien con todos pero que finalmente no deja enteramente satisfecho a ninguno. Particularmente porque estas ampliaciones del perfil vial, pensadas exclusivamente en la lógica de la movilidad y en la conservación a ultranza de los carriles de tráfico mixto, tienen impactos negativos y permanentes en la ciudad, los cuales hemos visto en otros corredores de TransMilenio con características similares: la tala de árboles existentes, la depreciación de los inmuebles, la inseguridad, la afectación al patrimonio y la demolición de predios (337 en el caso de la Séptima), de los cuales solo quedarán las irreparables, inseguras, antihigiénicas y antiestéticas culatas.
Se sobreentiende que en el norte de la ciudad y en toda Bogotá es necesario e impostergable ampliar y diversificar la red de transporte público, con metro y trenes de cercanías, así como continuar interviniendo los corredores viales existentes para promover y priorizar otras formas de movilidad. En el caso particular de la carrera Séptima, si la administración realmente pretendía que esta troncal de TransMilenio fomentara la democracia urbana, estimulara el uso del transporte público y desincentivara el uso del carro particular, debía simplemente haber sustituido los carriles de tráfico mixto (mínimo 2) por carriles de transporte público, al menos en el tramo entre la 32 y la 100. Lo cual liberaría el suficiente espacio para insertar el transporte público (TransMilenio o el tranvía) sin tener que incurrir en demoliciones (por más de un billón de pesos, el valor de cuatro cables aéreos como el de Ciudad Bolívar) ni afectar predios patrimoniales y de valor cultural. Esto sería pensar la ciudad bajo un real concepto de eficiencia y de equidad, teniendo en cuenta las formas de movilidad predominantes y permanentemente subordinadas a la hegemonía, (mejor dicho, tiranía) del vehículo particular. Además permitiría fortalecer la cultura de la bicicleta y la micromovilidad al hacer el bicicarril completo desde la 32 a la 200 (como alternativa al imperfecto de la 13), y posibilitaría innovar con un sistema de paisajismo, arbolado y espacio público generoso y de calidad. Aprovechando y potenciando la carga simbólica y cultural de este histórico corredor y convirtiéndolo en una declaración de cómo se debe renovar la ciudad de cara a las condiciones y expectativas de este siglo.
Claro, hay que reconocer que una idea de este talante no pasa de ser una utopía en una ciudad como Bogotá en donde no existe ni existirá en el futuro cercano una administración con la independencia y el entendimiento para atreverse a este tipo de iniciativas, y en donde un proyecto así generaría un profundo malestar en los propietarios de vehículos, algunos muy poderosos, para quienes el confort del carro es insustituible y confunden la tenencia de un vehículo con el derecho a la movilidad. Pero cabe insistir en que es un tema de lógica y de equidad, el diseño de la ciudad debe tener en cuenta las reales formas de movilidad de sus ciudadanos y en ese sentido, particularmente en Bogotá, persistir en brindarle privilegios y espacio al vehículo particular, por encima del transporte público y de las formas no contaminantes de movilidad, es un pensamiento que margina y victimiza a la mayoría de la población.
Curiosamente, en estos últimos años la ciudadanía se ha manifestado en contra del actor incorrecto. Hoy, un sector de académicos, colectivos ciudadanos y políticos se oponen rabiosamente al TransMilenio como en su momento otro sector de la ciudadanía se opuso al tranvía. La ciudadanía vive en un estado de confrontación, alimentada por políticos antitécnicos, sobre cuál es el mejor sistema de transporte público, ignorando que todos son necesarios, complementarios, y cumplen la misma función social. Con la discusión de tantos años sobre la Séptima solo se ha fortalecido el imaginario de que un sistema de transporte público, independiente del nombre, es una intrusión inaceptable en las vías que le pertenecen por tradición a los vehículos, favoreciendo directa o indirectamente el modelo ineficiente, contaminante y antidemocrático que implica en las ciudades la supremacía del vehículo particular.
Humberto de la Calle, haciendo eco de este creciente clamor global, en una columna sobre este mismo tema, dijo que el uso del vehículo particular debe ser reducido a su mínima expresión. Es un tema universal. Es un cambio cultural y ecológico inevitable, y en ese sentido, se debe diseñar y construir una ciudad que facilite esta transición sin ambages, que reduzca las opciones para el vehículo particular y le apueste radicalmente a las formas de movilidad de este siglo. Eso es lo que no sucede en el caso de TransMilenio por la Séptima, cuya ampliación, la que ha generado tantas disputas y la que está plagada de reparos jurídicos y técnicos, realmente es una concesión generosa al carro particular. El error recurrente de las troncales de TransMilenio, el que ha derivado en el deterioro de la ciudad y que se perpetúa en esta troncal, ha sido tratar de mantener un inmerecido equilibrio entre la necesidad inobjetable de implementar el transporte público y mantener intactos o incrementar los carriles para los carros sin importar el tipo de vía. Las troncales de TransMilenio seguirán siendo impopulares e ineficientes mientras continúen comulgando con dios y con el diablo.