Quizás el lector se pregunte cómo me puedo atrever a afirmar semejante cosa, ante lo cual solo puedo responder mencionando cuál es mi profesión: soy docente (y fui “bilingüe”, además). Es innegable que en el campo académico y digital la mejor información siempre se puede encontrar en inglés, que en términos turísticos y empresariales es una de las lenguas más frecuentes y útiles, pero creo fielmente que, más allá de solo aceptar esto como un hecho de la realidad, habría que cuestionar por qué esto resulta así en primera instancia.
Para poder desarrollar mi punto, es necesario compartir algunas de las cosas que he visto y vivido como docente en un colegio “bilingüe”. No es necesario especificar en qué colegio trabajé previamente, puesto que, por lo que he podido averiguar dialogando con docentes de otras instituciones educativas “bilingües”, realmente la experiencia es la misma en casi todos los colegios que llevan esta etiqueta en su enfoque publicitario. Tampoco necesito aclarar de qué área fui docente o en qué cursos dicté clase, porque, una vez más, la experiencia es colectiva y los problemas son comunes a los docentes que dan clase de matemáticas, sociales, ciencias o cualquier otra asignatura en inglés, en cualquier grado desde primero hasta undécimo.
¿Cómo se aprende un idioma? Partiré de esa pregunta que tanto ha afanado a los institutos de lenguas que se multiplican a cada segundo en Colombia. Hay una suerte de guerra de metodologías, en donde cada nueva institución promete un método que en verdad sí funciona, porque los anteriores ya han quedado desactualizados. Se requiere para esto partir también de que la mayoría de personas buscando aprender inglés se encuentran en un punto cero; es decir, tienen poca o nula comprensión del idioma. Quisiera invitar al lector a que si sabe inglés, imagine que no conoce nada del idioma o que si no sabe inglés, simplemente se imagine la situación que voy a describir. El estudiante entra al salón de clase, tras lo cual el docente entra y le empieza a hablar inclementemente en inglés, sin respiros, sin una palabra en español que se le salga por accidente. De vez en cuando el docente hará algún dibujo o ademanes con las manos y más adelante se percibirá frustración en el docente, porque ambas partes saben que esto no está funcionando, que el emisor y el receptor están en planos distintos. Y por un momento, el docente con su expresión facial parece dar a entender que está a punto de emitir su primera palabra en español, al fin. Mira brevemente por la ventana, revisando que no pase nadie y justo cuando va a dar una instrucción en español, que permita al estudiante entender al menos algo antes de que el tiempo de la clase finalice, se arrepiente. Con pesar sigue hablando en inglés, un soliloquio que mata al tiempo.
Hay que entender que detrás de la escena que acabo de describir existe un contexto de fondo que implica el capricho (y no la intención) de dos figuras: el padre de familia que envía a sus hijos a una institución “bilingüe” y la administración de la institución que da el mandato sobre la metodología que debe utilizarse para que el “bilingüismo” sea aplicado realmente.
Sobre la primera figura cabe preguntarse: ¿con qué sentido envía un padre de familia a su hija/o al colegio? Varios son los padres de familia que dicen que el objetivo es formar a sus hijos como seres humanos integrales, fortalecidos en valores y calidad humana. Otros más proceden a explicar cómo esperan que el colegio prepare a sus hijos en conocimiento y práctica para el mundo que les aguarda en su adultez. En ambos casos, la idea es clara, hay que formar seres humanos bajo una perspectiva integral. Aún el padre de familia que envíe a sus hijos a estudiar en un colegio “bilingüe” en aras de que aprenda y practique inglés de manera fluida, no podrá negar que este no puede ser el objetivo primario, sino un complemento de orden secundario o incluso terciario. Es posible incluso que muchos de estos padres de familia expongan lo innecesario (e incluso, inútil) de que a sus hijos se les hable 100% en inglés cuando no tienen ninguna base sobre el idioma.
Con todo, las instituciones “bilingües” en su administración son radicales con sus instrucciones. Todos los días en alguna de estas instituciones, algún profesor recibirá un memorando o un llamado de atención ejemplar porque se le escapó una palabra en español (posiblemente para dar una instrucción básica) en el momento menos preciso, a pesar de que el resto de su clase se había manejado totalmente en inglés. Muchos acudientes considerarán que esto es justo, porque son clientes pagando un excedente por una expectativa, un sueño irreal que al fin y al cabo sirve como promesa publicitaria. Es posible que en reuniones con sus compañeros de trabajo o familiares puedan presumir con orgullo: “mi hijo recibe sus clases 100% en inglés ¿y los suyos?”. Tal vez otros acudientes, en cambio, expresen preocupación porque no ven que sus hijos aprendan inglés, ni la materia que deben aprender en cuestión. En la mayor parte de los casos la institución ignorará a este segundo grupo.
Lo cierto es que como estrategia publicitaria funciona. Grandes vallas publicitarias anunciarán el “bilingüismo” (o trilingüismo, mezclado con algunas horas de francés, italiano o algún otro idioma que se considere útil para el ámbito empresarial en el futuro) como marca “diferenciadora” que seguramente le brindará a la institución la posibilidad de aparecer en algún ranking poco confiable, pero bastante decorado, de los mejores colegios de Medellín, Cali o Bogotá. Justificando a su vez, un costo de matrícula que a largo plazo sumará anualmente más de lo que una carrera en varias de las universidades más prestigiosas del país. Mientras tanto los docentes, en su obligación de obedecer a un sistema fallido (de cuyo fallo, además, siempre somos conscientes plenamente) encontrarán conflicto al comprender que no están sirviendo el interés del aprendizaje genuino de los estudiantes, sino el de los pocos que manejan a la empresa que lucra bajo un espejismo de educación.
A esto se suman ideas similares como la implementación de currículos extranjeros, certificaciones de bachillerato internacional, intercambios con colegios casi siempre ubicados en Canadá, entre otras. Iniciativas que, al igual que el “bilingüismo”, se impulsan por una segunda fuerza que, posiblemente, sea más grande y peligrosa que la mera idea de lucrarse bajo una estrategia de marketing: la intención de formar personas que ya no habiten en Colombia.
Es nuestra eterna condena (una que podemos remontar hasta los tiempos de la conquista), la idea de que lo que está afuera y en el norte es mejor siempre. Colombia es un país de guerra constituido por el dolor, la resiliencia y la eterna búsqueda por la paz. Ante lo cual destaco esta cita del siempre relevante, Jaime Garzón: “Yo creo que si uno vive en este país tiene una tarea fundamental que es transformarlo y eso genera que el miedo de vivir aquí le dé a uno el valor de querer un país mejor y de querer transformarlo. Eso significa vivir en Colombia”.
Vivir aquí no es tarea fácil, casi nadie se anima y es difícil culpar a los que desean irse. Al final esta educación “bilingüe” que quiere sacar a los jóvenes del país no es más que una estrategia de supervivencia. En ese sentido les hemos fallado a los jóvenes. No les estamos dando la posibilidad de soñar con hacer algo mejor con esta nación, sino que les damos el exilio prestigioso como única vía de florecimiento. Abrir ese camino implicaría reconfigurar la educación, particularmente la educación de las poblaciones privilegiadas, las cuales suelen acceder con mayor frecuencia a este tipo de instituciones.
No obstante, aún queda mencionar por qué esta educación que hemos normalizado poco a poco es un fracaso. Partamos de la misma palabra bilingüismo (para aterrizar también el porqué de mi uso de comillas con dicho término a lo largo de este artículo). Bilingüismo implica el uso de dos lenguas, no el uso exclusivo de una lengua extranjera. Desde esa perspectiva, realmente no hay educación bilingüe, sino monolingüe extranjera que poco a poco va desterrando a la lengua que la mayor parte de la población habla. Se dictamina que se den las clases 100% en inglés, contradiciendo desde la práctica este principio lingüístico-pedagógico. Pero, más aún, los estudiantes que viven este tipo de educación tampoco cumplen con las expectativas que sus padres y las instituciones en las que estudian tienen para ellos.
¿Por qué?
La respuesta se encuentra en el hecho de que rara vez son los profesionales en lenguas y pedagogía de lenguas extranjeras quienes se encuentran formulando estos planes de estudio y estrategias de enseñanza. Posiblemente si este fuera el caso, estos profesionales encontrarían que hablar todo el tiempo en una lengua a un estudiante que no tiene noción alguna de ella es contraproducente e incluso generaría repercusiones emocionales en el estudiante, como estrés o ansiedad por no entender lo que se le está imponiendo. Aun así, el problema real no es que no aprendan la lengua, sino el contenido de la asignatura en cuestión (llámese matemáticas, física, química, historia, etc.), porque a la larga, y desde una perspectiva pragmática, están aprendiendo menos (y con más secuelas emocionales) que una persona que estudie en un colegio no-bilingüe.
Por ello, parecería evidente que si se desea que alguien aprenda inglés se le inscriba en una academia destinada a dicho fin, donde toda la metodología está operando bajo la intención de enseñar esa lengua. De mi propia experiencia en academias reconocidas de inglés puedo afirmar que no ponen a los estudiantes en nivel inicial (o incluso intermedio) a practicar en sesiones 100% en inglés, donde la traducción es prohibida, nula y mal vista.
Es esto lo que me lleva a escribir estas líneas. Estimada lectora o lector, la consecuencia que a largo plazo hemos ido observando es la perdida de nuestra identidad nacional. Nadie quiere ser colombiano o pensar desde Colombia. Esto pasa, lentamente, a nivel Latinoamérica también. Cuando alguien quiere ingresar a la universidad o estudiar un posgrado, le invitamos a ir al exterior para “traer lo mejor de allí y aplicarlo aquí”. Somos agentes de nuestra propia colonización actual. ¿No es posible pensar también desde lo nacional? Importamos y aplicamos pensamientos surgidos desde contextos personales ajenos y nos sorprendemos cuando no funcionan aquí. Fallamos en ver que educar en Colombia es educar partiendo de la historia y el presente que vivimos. En este sentido, la educación popular es quizás la misión más noble, genuina y real que ocurre en Colombia.
Como educadora, quiero creer que aún podemos juntar ánimos para reivindicar nuestro derecho de ser colombianos y soñarnos como colombianos, desde la educación. Aprender inglés significó para mí entrar a un círculo vicioso que utiliza el lenguaje para enajenar y no para liberar. Con estas palabras quiero dar el primer paso para romper ese círculo para el cual nos anestesiamos.
Porque mi alma nadie me la puede quitar y es un alma que respira desde las raíces que decidí echar aquí, en Colombia.