De entre todas sus fotografías la que prefiere Jesús Abad Colorado no la tomó con una cámara sino con el corazón. En agosto del 2012 estaba en López Adentro, territorio del Cauca azotado durante décadas por la violencia. Está en medio de una manifestación en donde hay más de dos mil personas protestando por el abandono del estado y los abusos de las FARC. Dos semanas antes la guardia indígena azotó a un par de guerrilleros por sus desmanes y la gente tenía miedo de las represalias. El ángel de la muerte azotó sus alas esa misma tarde. A la manifestación llega la noticia de que Lisandro Tenorio Troches, un médico tradicional que durante décadas acompañó a la comunidad, acababa de ser asesinado. Abad Colorado quiere ir al sitio donde ocurrieron los hechos. Le presentan a Gerardo, el hijo del difunto y a regañadientes lo dejan subir en el platón de la camioneta. Se internan en una carretera destapada. A un costado se ven las montañas del Chocó, unos rayos caen a lo lejos “Ya mi padre llegó” murmura Gerardo mientras mira el fenómeno. No llora, nunca llora.
Están frente a una casita de palma. Al fondo se ve un pedazo de carne asándose en un horno de barro. Hay ramas regadas en el suelo polvoriento y, cubierto por una sábana, el cuerpo inmóvil del médico. Jesús quiere tomar una foto pero se contiene. De los ojos de Gerardo sale un brillo extraño. Se arrodilla. No llora, nunca llora. Frente al cadáver de su padre el hombre no deja escapar una sola palabra de venganza o de odio, al contrario, lo que suelta es una letanía elevando su mirada al cielo “Padre ayuda a traernos la paz, padre, trae la tranquilidad al pueblo negro, al pueblo indio y que nosotros volvamos a estar en paz en nuestro territorio”. Una vez concluye la plegaria descubre el cuerpo del médico de 75 años y le dice a Jesús que ya puede tomarle una foto. El fotógrafo mira el rostro del hombre, dos huecos en la frente, otro en el cuello, los ojos cerrados. Le dice a Gerardo que lo vuelva a cubrir que él no quiere esas fotos, que él lo que se va a llevar de ahí es el recuerdo.
Jesús Abad Colorado cumple hoy, 22 de abril, cuarenta y ocho años. Mañana se va para Boston a hablar en un foro mundial por la paz y, como todos los días, la primera llamada que recibe es la de Héctor de Jesús y María Josefa, sus padres, ese par de campesinos que huyeron de su natal San Carlos a Medellín desplazados por la violencia política hace más de medio siglo. A su padre le gusta cantar y esta vez entona Las mañanitas con una potencia inusual para alguien de ochenta y cinco años. En la voz se le alcanza a notar el orgullo que siente por su hijo. No es para menos, durante veinticinco años no ha habido en este país alguien que retrate el conflicto con la humanidad que él lo ha hecho.
Estudió comunicación social motivado por las columnas de Alberto Aguirre y el médico Héctor Abad que solía recortar y guardar en su billetera. Entre la escritura y la fotografía eligió la primera en parte por la decepción que le significó tomar un curso de fotografía que canceló a las pocas semanas. No sabía que era fotógrafo hasta que Bernardo Jaramillo Ossa visitó la Universidad de Antioquia en 1987. Como pudo se camufló entre los escoltas y tomó dos inolvidables fotografías del líder de la UP asesinado dos años después. A los 20 años ya tenía claro lo que iba a ser el resto de su vida.
Y ahí ha estado, esclavo del camino, con recursos propios y a punta de coraje retrató en 1994 la masacre de la Chinita en el Urabá antioqueño en donde murieron 35 personas. Dos años después acompañó la ruta pacífica de las mujeres y en el 2002 fue el primer reportero en llegar a Bojayá en donde 117 civiles cayeron por culpa de un error de cálculo de las FARC.
Fue precisamente en ese municipio del Chocó en donde tomó la más emotiva de sus fotos. Cinco días después del ataque a la iglesia, el ejército andaba por Napipí cuando fue cercado por las Farc. La tropa se refugió arbitrariamente en las casas en donde vivía la gente. En el cruce de disparos una bala atravesó a Ubertina, una humilde campesina que vivía con Aniceto, su esposo. Doce horas duró desangrándose la mujer esperando que terminaran los combates. Cuando murió, Aniceto salió con ella y desafiando el zumbido de las balas tomó un palo y una sábana blanca exigiendo una tregua momentánea para poder llevar a la otra orilla del río el cadáver de su esposa.
Huérfanos que han dejado los paramilitares, secuestrados liberados, amuletos religiosos que cargan los guerreros, el conflicto cobra, involuntariamente, un nivel poético a través de la mirada de Jesús Abad Colorado. La obsesión de este reportero de guerra es que a las víctimas no los cubra el manto infame del olvido. El único consuelo que puede recibir el alma de los caídos es ser recordado, ser nombrado. En manos de Abad Colorado una cámara de tomar fotos se transforma en una máquina que vence a la muerte.
Casi tres décadas después alimentando la memoria de los que pierden en la guerra en Colombia, Jesús Abad compiló parte de su obra y la presenta al público en una colección de 500 imágenes que titula 'El testigo', expuesta en el Claustro de San Agustín hasta diciembre. Y su trayectoria la cuenta la productora británica Kate Horne en un documental del mismo nombre.