Después de ser el Dios de la guitarra a finales de los años sesenta con su grupo Cream, Eric Clapton soporto el infierno de la heroína. Fueron cinco años en donde encabezó la lista de los nuevos muertos jóvenes del rock. Se fue con la esposa del beatle George Harrison y vivía impenitente entre las mansiones de Ron Wood y del Faces Rod Stewart. Cuando creían que iba a morir Clapton hizo una versión de I shot the sheriff y soportó los demonios que se desatan cuando decides sepultar para siempre la inyección cargada de Heroína.
Y vinieron los ochenta y fue de los pocos músicos clásicos que soportó el embate del disco, del pop insulso de Prince. Fue un bluesman en una época en donde nadie se había atrevido a serlo. Y luego, cuando era un sobreviviente a principios de los noventa, recibe un golpetazo: su pequeño hijo Connor se lanzó desde el balcón de su rascacielos en Nueva York. El dolor era más intolerable que los embates del Mono, de la desesperación del síndrome de abstinencia.
De ese pozo profundo y oscuro salió con una canción: Tears in heaven. Ese Unplugged lo convirtió en el gran ganador de los Grammy 1993 y lo convirtió en un ídolo pop mundial. A partir de allí nadie discutió ese grafitti en una sucia calle de Londres en donde le decían que era Dios.
Ahora, a los 71 años, una extraña enfermedad nerviosa le está paralizando medio cuerpo. Los médicos ya dieron su dictamen: no mejorará. En un dramático testimonio dado esta semana Eric Clapton ha dicho que su retiro es inminente. 2016, en su primera mitad, ya se llevó a David Bowie, ahora amenaza con echarle mano al más grande bluesman que ha dado Inglaterra.
Es una verdadera tragedia no volverlo a escuchar jamás