No se darían la mano si se encontraran. Seguramente ni siquiera se saludarían, sino que una vez haya pasado uno por el lado del otro seguirían de largo a reunirse con sus partidarios ideológicos. Uno, tal vez, con Marx y los ideólogos socialistas; el otro con el fantasma canoso de Trump o con cuantos otros han optado por poner en el centro a los productores de dinero. En fin, lo que sí sé que harían es que uno miraría al otro con bastante escrutinio, con malicia, como si quisiera averiguar algo, y acto seguido se presentaría ante su séquito vestido como su antagonista: de sudadera y chaqueta, y con las franjas de la bandera colombiana y el discurso populista.
Lo que acabo de describir es el encuentro entre Iván Duque y Hugo Chávez en el cielo. (Para el ejercicio toca dar por sentado que en sus vidas ambos hicieron cosas meritorias para obtener tal bien). Dicho encuentro no puede ser menos que curioso. Y a no ser que hubiera televisión en el cielo o Maduro le mantuviera al tanto por telepatía, Hugo Chávez no tendría cómo reconocer a ese muchacho joven y fresco que pasa por su lado. No se puede decir lo mismo de su contraparte: tímido para darle las gracias, pero hábil para copiar sus métodos, Iván Duque (y por extensión todo el uribismo) reconocería en el viejo Chávez a un mentor.
Ambos son nefastos, hay que confesarlo. Uno por mano propia, por gestionar mal, el otro por representar un ideario en extremo corrupto, calumniador, violento e indecente. Pero ambos son cosidos con el mismo hilo. Ambos lograron formar miedos a su alrededor para obtener el favor de la gente.
El uribismo es una fábrica e Iván Duque es su más reciente producto. Fresco, límpio, en una palabra impoluto. Sin embargo, este producto nuevo y agradable a la vista viene con su sello de fábrica: la manipulación, la segregación y el plantío de semillas de discordía. Hoy Colombia vive con miedo a la situación económica de Venezuela, un miedo tan similar al que ésta última tuvo a la 'Intervención gringa' en días de Chávez.
Y no es que no existan. De lo primero dan fe las droguerías desabastecidas y los constantes saqueos por toda su geografía; de lo otro lo dan las bases gringas esparcidas como granos de arroz más allá de sus fronteras. Pero ambos fenómenos tienen suficente tela para cortar, más aún para sastres hábiles, cual sólo son las campañas que entendieron que el miedo y la desinformación mueve sufragantes (véase campaña del No para el plebiscito).
Y un valor extra: ambos son hábiles para ocultar sus fallas, sus desmanes, desviando la atención hacia otro lado. Uribe se corona como el más prominente en este arte, tanto que no está de más pedir a la RAE que incluya el verbo 'uribear' para la acción de desviar acusaciones dirigiéndolas a sucesos ajenos al caso. (Ya se incluyó el verbo 'cantinflear', ¿nos vamos a quedar atrás con tanto talento en oratoria).
La historia termina con un guiño. Iván Duque se irgue, en el cielo, como el salvador de una nación sin fronteras, que teme que se extienda el pensamiento no ortodoxo de nombre rebuscado (introduzca nombre de ideólogo aquí y añada el sufijo 'ismo'). A la hora de firmar el acta que lo proclama la voz de los sin voz, el ungido, el porvenir de sol radiante, descubre que no hay otra pluma para firmar que la misma que dejó su contraparte Chávez en el mismo púlpito cuando se dirigió a sus seguidores. El producto del uribismo firma sin reparo y se limpia la mano luego de firmar. La pluma que utilizó se llama miedo.