No hubo el festival de música religiosa en el teatro municipal. No fue fácil cerrar las puertas de la ciudad y cancelar los eventos. No era posible que la tradición de varios siglos se viese interrumpido por un virus. No se podía suspender la historia desde la Colonia
El aeropuerto quedó desierto. Las autoridades discutían con la junta pro semana santa, cuyos miembros no aceptaban por ningún motivo la cancelación de la festividad. Pero con el paso de los días el COVID-19 extendía el pánico y el miedo, de tal modo y manera que se tomó la decisión de cancelar la celebración de la semana santa. Por lo tanto, no se lanzaron las campanas al viento. En las iglesias los pasos que se armaban quedaron a medias cuando se decretó la cuarentena. “Solo por este año” no tendrían lugar las procesiones.
No amaneció el día deseado con el movimiento de las gentes presurosas en el comercio y los negocios. Las protestas no cesaban. Los hoteles y hospedajes elevaron el grito al cielo. Los transportadores anunciaron la quiebra. Pero pronto la ciudad tomó medidas sanitarias. Uso de tapabocas, jabón y continuo lavado de manos, evitar el darse las manos, abrazos, besos para evitar el contagio. Las emisoras olvidaron los festejos. La piedad quedó en el aire. La Verónica con el velo extendido, Magdalena no lució la tristeza ante la condena de su amado, el Cristo no subió hasta el calvario. Los canales de televisión no trasmitieron los festejos, tampoco se armaron los palcos en el parque central para contemplar el paso de las procesiones. La catástrofe se hizo presente en la ciudad porque no llegaron del exterior los turistas, tampoco los nacionales ni los mirones de los pueblos cercanos. Y, por lo tanto, las calles vacías, la basílica desierta. El parque central al cuidado de las palomas. Los negocios y el comercio cerrados. Desaparecieron las ventas callejeras.
Entonces un cura, vestidura morada, custodia dorada en alto, sobre una tarima en un vehículo de la policía y al ulular de la sirena recorrió la ciudad. Pero las calles de la ciudad continuaron desiertas. No hubo la caravana de automóviles ni banderines ni banderas como ocurría en la ciudad con los fanáticos del futbol cuando ganaba su equipo una estrella. No salieron los creyentes ni en bicicleta, ni en moto, ni en chiva para la romería, ya que todos se encontraban aislados y en comunicación con sus amigos y conocidos a través de los celulares.