El presidente Álvaro Uribe parecía más ofuscado que de costumbre, aquel 5 de octubre de 2009. Las autoridades nacionales en pleno estaban reunidas en un Consejo Extraordinario de Seguridad, en la base de la Fuerza Aérea, en Rionegro, Antioquia.
Los homicidios en Medellín se estaban duplicando, con respecto al año anterior. Uribe, con el ímpetu colérico que lo caracteriza, le preguntó al general Juan Pablo Rodríguez Barragán, comandante en ese momento de la IV Brigada, si en la ciudad había restricción al porte de armas de fuego.
Rodríguez, con cierta impunidad, contestó: “sí, señor presidente”.
Al salir de la reunión, Uribe dijo ante micrófonos que consideraba contradictorio que tras once meses de restricción de armas, las muertes violentas en Medellín siguieran en aumento. Sin embargo, lo que los periodistas no indagamos ese día era que Rodríguez Barragán no había dicho la verdad.
La prueba es que dos días después, el general, para enmendar su respuesta, emitió una fugaz resolución en la que se prohibía, ahora sí, el porte de armas hasta diciembre, como si aquella fuera una pócima de la salvación. El 2009 terminó con 2.186 homicidios, el doble de los que se habían cometido en 2008.
Hay quienes olvidan que la política de seguridad democrática funcionó en los campos, pero no en las urbes. Tan fallida fue su implementación en las ciudades como lo fue la Operación Orión del año 2002, en la Comuna 13. Un fracaso por los civiles desaparecidos, por las ejecuciones extrajudiciales, por las consecuencias humanitarias y porque finalmente nunca solucionó el problema. El sector de San Javier continuó siendo una de las zonas con más muertes desde entonces.
Mientras Uribe fue presidente Medellín fue más violenta, pese a que en la ciudad hubo esfuerzos enormes y a veces solitarios por contener aquella lucha sangrienta que libraron de morro a morro los combos de alias Sebastián y Valenciano, hoy extraditados.
El panorama, ahora que Juan Manuel Santos es presidente y que Aníbal Gaviria es alcalde, no es más esperanzador. Los homicidios bajaron, pero aumentaron otros delitos como la desaparición forzada y el desplazamiento intraurbano. El famoso pacto entre bandas, lejos de representar un gesto de paz, es una bomba de tiempo, si se considera que ninguno de los grupos ha entregado una sola arma. El pacto significa menos desgaste militar para el crimen organizado y más gasolina para sus combos pues las redes de recaudo de vacunas y el negocio del microtráfico continúan intactos.
Pero esta situación ha resultado propicia para que aparezcan falsos profetas que, en búsqueda de votos, prometen solucionar el problema “en tres mesesitos”. La táctica: ponerse bien braveros en los micrófonos, como Uribe.
El ejemplo más estridente lo encarna el concejal uribista Juan Felipe Campuzano, célebre por trinos como este: “Si al sicario le gusta la sangre hay que ponerlo a sangrar, si le gusta el dolor, hay que infringírselo, y si le gusta la muerte, sencillo…”. O este, dirigido a sus críticos: “Mamerto hablador de popó, debería haber una campaña para que adopten a esa cantidad de asesinos y se encarguen de ellos, a ver qué!”.
No me imagino con qué atribuciones legales el concejal Campuzano pondrá a sangrar a un sicario. Si lo hará en la plaza pública, rodeado de adeptos y antorchas. O si lo hará instando a los civiles a que erradiquen el sicariato a mano propia, levantando la restricción al porte de armas que tanto ha criticado.
Cuando la ciudad necesita debates serios sobre seguridad, aparece este tipo de populismo maniqueo, que considera que cualquiera que no esté de acuerdo, es porque protege o defiende a sicarios y terroristas.
Y no. Los sicarios deben ser perseguidos por la Fuerza legítima del Estado e ir a la cárcel, mientras no exista la pena de muerte en Colombia. La seguridad de Medellín necesita desde hace más de 20 años que todas las instituciones del Estado y los legisladores la volteen a mirar, pues siempre he creído que un alcalde, por mucho que prometa, no es suficiente. Y menos uno bien lenguaraz que anuncie milagros de “tres mesesitos”.