La mayoría de los argumentos en contra del expresidente Uribe son injustos e infundados. Por ejemplo, sin que la justicia haya fallado en su contra, se lo relaciona con una cantidad absurda de crímenes, que hace pensar que si pudieran lo emparentarían con Judas Iscariote o con el mismo Lucifer antes de ser expulsado del paraíso. Pero hay un argumento que deja muy mal al expresidente.
En la campaña presidencial de 2002 Uribe nos mandó una carta, invitándonos a votar por la mano fuerte y el corazón grande, con los 100 puntos de su manifiesto democrático. Era un programa tan completo y tan bien estructurado que prácticamente todos los demás candidatos sucumbieron. Pero sobre todo, el proyecto de Uribe para terminar con el conflicto armado era totalmente coherente y superaba con creces todo lo que anteriormente se había intentado.
La idea podría ser compleja, pero Uribe tenía la facultad de explicarla en detalle, recurriendo a cifras precisas sobre la situación del conflicto armado, incluso haciendo comparaciones con otros países. El objetivo era aumentar el pie de fuerza y la capacidad militar del Estado con el fin de disuadir a los guerrilleros y obligarlos a negociar.
Uribe siempre decía que el conflicto se tenía que acabar negociando, pero no como lo había hecho Pastrana, sino en condiciones ventajosas para el Estado. En las condiciones geográficas y políticas de Colombia, era prácticamente imposible aniquilar totalmente la insurgencia. Así que para obligarlos a negociar había que ponerlos en desventaja, era necesario disuadirlos.
Recordaba también que en Colombia, un país en guerra, había menos policías y soldados por cada mil habitantes que en muchos países en paz, y que se requería aumentar por lo menos a las cifras que había tenido El Salvador antes de negociar con la guerrilla.
En pocas palabras, el discurso de Uribe era totalmente coherente, apelaba a nuestra razón para convencernos con argumentos. De ese discurso al que maneja hoy el expresidente hay un trecho muy largo. Hoy aprovecha el odio que Colombia siente por las Farc para mantenerse vigente en la política, apela a nuestras pasiones como si no fuéramos seres capaces de pensar.
Por eso su discurso es totalmente incoherente: propone el no al plebiscito para refrendar los acuerdos más benéficos que ha podido conseguir Estado alguno en una negociación del conflicto armado y a mismo tiempo cree que ese no es un sí a la paz, ¿a quién quiere convencer? Pero además abre la posibilidad a una renegociación de esos acuerdos que puede durar otros 5 años y puede concluir en un acuerdo verdaderamente favorable para la guerrilla, dependiendo de los arreglos políticos del momento y del oportunismo de nuestra clase política.
Si hoy la guerrilla está negociando es porque la política de seguridad democrática fue exitosa, consiguió disuadir y obligar a negociar a la guerrilla. Lejos de traicionar a Uribe, el presidente Santos lo que hizo fue seguir las pautas por él fijadas.
Para cualquier observador imparcial es obvio que los acuerdos son ampliamente benéficos para la sociedad y el Estado colombianos y para las víctimas de las Farc. La guerrilla no consiguió una “revolución por decreto” como siempre había querido: se respeta el modelo de desarrollo, la propiedad privada, no se hará una reforma agraria, ni se afectará la libertad del mercado, ni nuestro régimen político y quienes incurrieron en delitos graves pagarán una pena privativa de la libertad.
Cuando voté en 2002 por Uribe en realidad pensé que era un gran hombre, un estadista capaz de llevar a Colombia a la prosperidad y la paz. Hoy creo que ha traicionado su propio proyecto, conseguir la paz mediante la disuasión de la insurgencia, y que ha preferido salvaguardar su ego y los viles intereses particulares de sus áulicos a costillas de los intereses de la Patria.
Uribe pasará a la historia, pero no como ese gran estadista que en 2002 nos devolvió la esperanza, sino como el politiquero que hoy se esfuerza por arrebatárnosla.