El concepto de homicidio colectivo busca resignificar una realidad demasiado cruel e inaceptable. Busca disimular lo bochornoso del hecho, pero termina evidenciando (en el mejor de los casos) la ineptitud de Iván Duque.
Al mejor estilo de los países con gobiernos autoritarios, el presidente busca ponernos palabras premasticadas en la boca. Esos son los métodos que él acostumbra: espera que le digan qué hacer, cómo actuar, qué decir, y luego vomitar sus discursos durante largas alocuciones, en donde fruncir el ceño y agitar el puño son un intento desesperado por ganar un poco de credibilidad.
¿Seremos hoy los nuevos narradores de relatos más escabrosos del mañana? ¿Volvemos a empezar, cincuenta años atrás? No es mi deseo lanzar al mar de la realidad a cualquier inocente que opine que vamos por mejor camino, pero no podemos tapar el sol con un dedo. El expresidente Álvaro Uribe en problemas, y unos días después, masacres y abusivas intimidaciones en Nariño, Cauca, Arauca, Valle. Tal vez vayan cercándonos de nuevo, tal vez la próxima matanza mañana esté más cerca.
El 52 % de los asesinatos de líderes sociales (tras el acuerdo de paz) ocurrieron durante los dos primeros años del gobierno de Iván Duque. Hagan el cálculo y, aquellos afines a las matemáticas, proyecten a futuro cómo va a evolucionar la situación. Una semana atrás, múltiples masacres. Pero a eso se limita nuestra comprensión de la realidad: a una cifra, a un suceso de unas cuantas sílabas, banalizado por la lejanía de nuestro cotidiano, diluido por la entrañada maraña de informaciones, y finalmente masificado por un contexto que nada en violencia. La impotencia también es culpable: ¿qué puedo yo hacer desde mi casa para alguien en el Cauca? ¿A qué se limita mi campo de acción? Acaso cambiar la foto de perfil de mis redes sociales, poner un estado de WhatsApp o hacer un meme… ¿Debería realizar una petición en change? ¿Escribirle una carta al presidente? Todas las opciones y sin embargo ninguna me ofrece la esperanza de salvar una vida: sólo, soy un grano de arena en el oceáno. Mi margen de acción termina limitando mi interés, no soporto ser una ficha sin valor, no quiero saberme impotente. No por esto quiero seguir desinteresándome de todo aquello que acontece lejos de mí.
Los seres humanos esperamos los grandes cambios, el apocalípsis, las guerras nucleares, ganar la lotería. Hasta para las catástrofes tenemos premura, hasta para el desastre nos falta paciencia. Evitemos ser una marea de ingenuos: biológicamente tenemos dificultad para percibir cambios paulatinos y graduales, pero debemos poner nuestro raciocinio al servicio de la sensatez: en Colombia las cosas están cambiando para mal. Tolerando ciertos niveles de violencia, aislándonos en nuestro individualismo, terminaremos por padecer lo que otros padecen, y cuando seamos nosotros quienes pidamos ayuda, nadie nos escuchará. Llegará el momento en que nuestra libertad de movimiento se haya restringido a la ciudad para los más afortunados, el momento en que mis allegados y conocidos empiecen a relatar alguna masacre y los sórdidos detalles de algún creativo intercambio de miembros: ¿tal vez una cabeza decapitada en el vientre eviscerado de algún colombiano? Espero no llegar a ver las nuevas e innovadoras formas de intimidación, pero temo que ya esté siendo muy tarde. No se equivoquen: las personas en el poder son suficientemente poderosas para detener oportunamente el lento decaimiento de una nación que puede —aún— llegar a ser grande. Es una elección.
Ya en 2014 se sentía posible volver a viajar por tierra a algunos lugares sin tener que atravesar retenes militares o tener que calcular con toques de queda de la guerrilla. Tal vez son privilegios demasiado inmerecidos por el colombiano promedio. Las matanzas durante esos años bajaron, claro está, pero con los vacíos de poder que dejaron la guerrilla de las Farc, llegó la delincuencia común. El gobierno no se esmeró en hacerse sentir, afirmando su autoridad, tomando las riendas de aquellos bastiones que acababa de ganar. Dejó regiones enteras sumergidas en el desasosiego que engendra la confusión. Hoy, volvemos a empezar. Pero es mi deber como ciudadano señalar lo evidente: no es el azar del destino, es una decisión conveniente para unos pocos y perjudicial para todo el resto. Las opciones políticas dejan qué desear, pero lo que sí puedo decir es que prefiero ineptitud a deliberada complicidad.
Aún no es tiempo de enterrar la esperanza: debemos atribuirnos responsabilidades. Los líderes religiosos tienen como deber transmitir los valores que predican, emprender la senda de la bondad y el progreso. Los ciudadanos comunes debemos ser conscientes de lo que acontece a nuestro al rededor, debemos impregnarnos de humanidad, adueñarnos de la valentía que duerme en cada uno de nosotros y actuar conforme podamos. Queda escrito: no seré yo quien calle, y espero que seamos muchos más.