Ayer le dije a una de mis amigas que me acompañara a comprar un libro que se había vuelto muy famoso en los últimos meses, Tríptico de la infamia, de Pablo Montoya. Lo quería comprar, no por famoso, sino porque me enteré de un chisme que mucho tenía que ver con ese libro, tanto que el que la escuche va a decir “el mundo sí que es un pañuelo”.
Una noche, un amigo de la universidad, Juan, me invitó a su apartamento en la 42, unas cuadras más abajo de la Caracas, en Bogotá. El apartamento era pequeñísimo, pero dúplex. Allí, había un único ventanal gigante que era casi tan ancho como el apartamento y tan largo que iba del primer al segundo piso. No había cortina, pero para que el sol no entrara directamente a la sala, ni a la habitación de mi amigo, estaba pegada al vidrio una fotografía como del tamaño de seis pliegos juntos. La fotografía, a blanco y negro, era básicamente una cama con las sábanas revueltas de las que sobresalía un espejo redondo. El espejo, que tenía el tamaño de un melón y era muy parecido a los que usan las mujeres para maquillarse o depilarse las cejas, alcanzaba a reflejar un pie de mujer, eso era todo.
Yo me asombré porque ya conocía la foto. En la oficina, Mariana, mi compañera de al lado, que estaba tomando un curso privado de fotografía, una vez me mostró esa misma imagen. Yo estaba leyendo alguna cosa en el computador, cuando me tocó el hombro y me dijo: “¿quiere que le muestre una foto que tomé?” y yo le respondí: “fijo es un desnudo”. A lo que ella contestó molesta: “no, es la ausencia de un desnudo, y ya no se lo muestro”. Por un instante me quedé pensando que sí quería ver la foto y entonces le insistí que me la mostrara. Ella sacó su cámara digital y en la pantalla apareció la cama con las sábanas revueltas y el espejo redondo con el pie de mujer, solo que esta vez la foto estaba a color. Las sábanas eran amarillas, casi mostaza, el espejo era plateado y el pie, con un tobillo particularmente rosadito, era largo, esbelto y terminaba en unas uñas rojas. Luego me dijo: “La fotografía es una copia, la saqué de una descripción que hacen en un libro, una novela de un escritor barramejo, Pablo Montoya”. No le contesté nada porque la verdad no tenía idea quién era él, cuando de repente mi compañero de enfrente se metió en la conversación: “¿El que se ganó el Rómulo Gallegos?”. “El mismo”, dijo Mariana.
Cuando vi esa fotografía pegada en la ventana del apartamento de Juan, le pregunté: “¿y esa foto qué?”. “Me la regaló mi novia”, me contestó. “¿Cómo se llama?”, le volví a preguntar, “Mariana”.
A la semana siguiente, le conté a Mariana que había visto su fotografía en el apartamento de mi amigo, su novio. Ella se rió y dijo “Yo se la regalé”. Luego, sólo por curiosidad, se me ocurrió preguntarle: “¿De quién es el pie de mujer?” y, para mi sorpresa, contestó: “de mi novia”.
Con esa última respuesta yo me había hecho la guardiana de un secreto, pero no era el secreto de la orientación sexual de Mariana, porque me va y me viene lo que le gusta del otro. El secreto tampoco era su infidelidad, porque las infidelidades casi nunca son un secreto, sino un rumor que todos conocemos y aceptamos, hasta el punto de que participamos activamente en él, por lo general, como chismosos. El secreto era el placer de saberse así de cerca (y entonces levanto mi mano izquierda –porque soy zurda– doblo el meñique, el anular y el corazón al centro de mi mano, estiro el pulgar y el índice y luego acerco tanto las yemas de estos dos dedos que pareciera que se tocan, pero no lo hacen) de ser descubierto en la infidelidad y no serlo.
La cama revuelta, que es la huella del acto sexual; el pie de mujer, que es la huella del objeto amado y la foto, que es la huella del sujeto amoroso que mira a través del lente (…) todos revelados a Juan, pero Juan no se da cuenta.
Por esa historia fue que ayer compré el libro de Montoya.