Sin duda, el acuerdo de La Habana, entre el Estado colombiano y las Farc, ha traído consigo un álgido debate político. Sin embargo, este trasciende en trasformar conceptos de la paz, la justicia, el perdón y la reconciliación, en términos más allá se simples rifirrafes ideológicos.
La paz, en su sentido más puro y trascendente, se puede plantear como la erradicación de todo agente perturbador del bienestar humano, además, del arribo de múltiples elementos que facilitan la realización del proyecto vital de la persona, tanto externa como ontológicamente.
En el ámbito político-jurídico, este agente axiológico, se manifiesta en un sentido “negativo”, es decir, la acepción de paz como la ausencia del conflictos sociales, armados y culturales que traen consigo un relativo bienestar de los asociados de un Estado. En la Constitución nuestra se alude a la paz como un derecho de obligatorio cumplimiento —argumento que se capitalizó en las esferas de los defensores del acuerdo de La Habana—. Por el contrario, para muchos, esta “paz” que tanto se pregona se vio transgredida por una presunta ausencia de justicia, lo que para muchos deja inválido el término, justificando que el no cumplimiento de penas privativas de la libertad por parte del grupo ilegal de las Farc dejó a este acuerdo en un limbo de impunidad.
Cabe mencionar, además, que algunos de los detractores manifiestan su descontento, a causa de la inclusión de miembros de las Fuerzas Armadas, terceros y el mismo Estado, en la obligatoriedad de responder por crímenes cometidos durante el desarrollo del conflicto. Lo que sugiere que, en ocasiones, los mecanismos de violencia “legítimos” justifican la perpetración de masacres, desplazamientos forzados, solo por el hecho de poseer el uso legal de la fuerza violenta que, al Estado mismo, se le ha otorgado.
Lo anteriormente planteado, lleva a reflexionar sobre si en Colombia, la violencia —quien ha sido la interlocutora del discurso de nuestro país— ha tenido la capacidad de ideologizarse y perpetrarse por medio de quien posee el poder y puede hacerla legitima.
Sin entrar en el discurso polarizado del crítico debate, sobre lo oportuno o inoportuno que fue la firma del acuerdo de La Habana, me atrevo a plantear la infracción cometida por el Gobierno y las Farc de patrocinar una salida negociada del conflicto con el desnaturalizado discurso de la “paz para Colombia". Primero, porque ante el incierto desenlace del espinoso camino de la implementación, ambas partes se siguen percibiendo como irreconciliables enemigos, cuando la naturaleza de una “paz estable y duradera” consiste en que entre abismales discrepancias ideológicas y de proyecto de país, se discutan en ámbito de mínimas tensiones, de reconocimiento de la humanidad del adversario y de la pluralidad de pensamiento; segundo, porque el concepto de paz concebido dentro del marco de las negociaciones, se vio permeada, únicamente en una correspondencia de beneficios, facultades y ‘promociones’ para sacar a toda costa adelante el proceso, sin embargo, simultáneamente, se siguió exteriorizando el discurso puesto sobre la base de los improperios y los ataques personales; elemento que no solo protagonizan las partes, si no que permeó a la sociedad colombiana. Lo que agravó y deconstruyó el proyecto de reconciliación del que tanto se hace propaganda como el proyecto político supremo de esta administración. Y tercero, la exclusión de importantes sectores afectados, directa e indirectamente del conflicto, causó un contundente rechazo en influyentes sectores desterrados de la participación durante las negociaciones y se prestó para la construcción de una campaña de desprestigio de estos sectores, hacia la opinión pública.
Los vicios sustanciales, anteriormente expuestos, se materializan en las dificultades que existen hoy para la implementación del acuerdo. El Gobierno empieza ahora con una retórica de presión a las otras ramas del poder público en donde les hace exigencia de su aprobación, cuando él mismo apartó del debate sobre posibles reparos que pudieron haber hecho, no un acuerdo perfecto, pero sí más plural e incluyente. Se cometieron errores que, indudablemente, se hubieran podido evitar.