Una las pretensiones de los últimos gobiernos es catapultar la clase media, asegurándose, una y otra vez, que los conflictos sociales que atraviesan el país se han atenuado y por lo tanto la proscrita lucha de clases no tiene cabida en una estructura social “aplanada”; sin embargo, los hechos, como el estallido social que sacude al continente, desvirtúan esta falacia que las agencias estatales replican de los organismos multilaterales internacionales, como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que cataloga como clase media a quienes tienen ingresos comprendidos entre 12,4 y 62 dólares, estimando que el 33 por ciento de la población latinoamericana estaría bajo esa condición.
Sobra decir que Colombia es un país desigual, tanto social, como territorialmente, y la brecha que separa a las diferentes clases sociales no se acorta. La clase media ha venido creciendo y como lo sostiene el Plan Nacional de Desarrollo de este gobierno representa, aproximadamente, una tercera parte de la población colombiana, que pueden encasillarse como los ninis: ni pobres, ni ricos. Esta clase media, particularmente urbana, ha emergido, en los últimos episodios de movilizaciones contra las regresivas reformas del gobierno de Duque.
Dentro de ese abigarrado espectro de la sociedad civil, la clase media, llamada en los años 60/70 del siglo pasado, cuando estuvo en auge el foquismo latinoamericano, despectivamente, como pequeña burguesía, se ha volcado a las calles, rompiendo una reprimida carga de frustraciones e insatisfacciones.
Según la metodología oficial, la estructura social está conformada por pobres, vulnerables, clase media y clase alta. El criterio utilizado, adoptado en 2017 por el Dane, es el rango de ingresos. En efecto, para la primera es de menos de $250.620, para la segunda el intervalo oscila entre $250.620 y $590.398, la tercera fluctúa entre $590.398 y $2.951,990, y, la última, por encima de $2.951.990. En 2018 la línea de pobreza se situó en $257.433. No obstante que este criterio define la capacidad de consumo, la clase media se define mejor por su perfil sociológico: ir tras un estatus y estilo de vida imitativo, por lo que el calificativo que, a menudo, le endilgan de arribismo, no es gratuito.
La clase media no solo busca tener un modesto patrimonio, sino también tener acceso a crédito bancario, que le abren las puertas a la prosperidad al debe, al consumo, a veces, superfluo, soporte de un fugaz bienestar material. Además, su movilidad social está ligada a su acceso a una educación universitaria en instituciones privadas, en donde se tejen redes sociales que le permitirán escalar y dejar atrás su inconfesable desclasamiento, pese a su extracción de asalariado, empleado temporal o trabajador por cuenta propia, que también capotea las vicisitudes del desempleo o el vértigo de reincidir en la pobreza. En la movilización nacional la clase media participa espontáneamente, porque los anuncios gubernamentales, como las reformas tributaria y pensional, se erigen en una amenaza para su relativo bienestar subjetivo, basado en un prolongado y disruptivo historial laboral.
Una de las preguntas que el Dane incluye en su Encuesta de Calidad de Vida, es si los entrevistados se perciben como pobres. En la última encuesta divulgada en 2018, el 65,2 por ciento se catalogó como no pobre, mientras que se reconocieron como pobres el 34,8 por ciento, cifra que se diferencia del 27 por ciento reportado en la medición de la pobreza monetaria. Cabe subrayar, que la primera es una medida que incorpora diversas variables como servicios públicos, tenencia de vivienda, electrodomésticos, acceso a telefonía móvil e internet, escolaridad, afiliación a seguridad social, entre otros atributos.
Asimismo, cuando se examina la incidencia del costo de vida en los cuatro estratos que incluye el Dane, desde enero de este año, para medir la variación de precios al consumidor, la mayor gravitación de la inflación, no recae sobre la clase media, sino sobre la población vulnerable, seguida por los pobres. Estos dos últimos niveles se agrupaban en el nivel de ingresos medios. El IPC en el año corrido enero-noviembre de 2019 para los pobres fue de 3,72 por ciento; en contraste el de la clase media fue de 3,58 por ciento. La media nacional se situó en 3,54 por ciento.
Así las cosas, pese a los intentos, más retóricos y demagógicos que reales, de los últimos gobiernos por mostrar la emergencia de una clase media vigorosa, lo cierto es que, el bajo crecimiento económico, por debajo del crecimiento potencial, y el rebrote del desempleo, que remontó los dos dígitos, ha llevado a la franja media de la población, a recurrir a todo tipo de estrategias, para no caer en la “trampa de la pobreza”, y, por consiguiente, la pérdida del escurridizo bienestar alcanzado.
La negociación del salario mínimo será una prueba de fuego en la menguada situación de la clase media, mientras la de los trabajadores se precariza, agravada por la agobiante informalidad y la creciente pérdida de puestos de trabajo en el empleo formal. Si en las ciudades el malestar no amaina, en el campo no ha salido aún a la superficie.