“Saber que no se sabe, eso es humildad. Pensar que uno sabe lo que no sabe, eso es enfermedad.”
- Lao-tsé
Era junio de 2021. Colombia estaba a punto de superar la dolorosa cifra de los 100.000 muertos por covid-19. Los contagios diarios se acercaban afanosamente a los 30.000 y las muertes, dolorosamente a las 600. En ese momento, empecé a vivir un calvario debido a la burocracia de la salud en Colombia.
Las vacunas comenzaban a aplicarse a las poblaciones de más alto riesgo pero con una lentitud pasmosa que obligaba a quienes seguían la pandemia de cerca, a buscar la alternativa de salir del país a inmunizarse. Nunca como en ese momento se notó tanto la diferencia entre los países “desarrollados” que inoculaban en los centros comerciales a quienes llegaban cómodamente en sus vehículos y los “en vía de desarrollo” que cuidaban a sus habitantes contagiados aún sin vacunar, a punta de agua de panela e infusiones con miel, limón o jengibre.
Y fue precisamente en medio de este panorama desolador que me contagié de covid, lo cual sólo supe cuando al realizarme una prueba para viajar, esta salió positiva.
Nunca tuve síntomas respiratorios. Un dolor sórdido en las articulaciones; dificultad para mover la mano y pierna derecha; un permanente y profundo dolor de cabeza; una sordera “selectiva” (como decía mi esposo) y la imposibilidad de darle seguimiento a una conversación al olvidar las palabras o hacía donde me dirigía con la misma, me obligaron a ir a un médico internista.
Relacionándolos todos con un problema neurológico me remitió a un especialista en esta rama ordenándome que le llevara los resultados de un TAC simple de cerebro que me ordenó, “solo para descartar otras cosas”, según me dijo.
El TAC mostró lo que se esperaba descartar. Un tumor en la fosa posterior que, según me indicó la neuróloga era “un meningioma benigno pero muy mal ubicado”.
Los meningiomas son tumores que se forman en el tejido que recubre la corteza cerebral y la médula espinal que debido al covid se inflamó comenzando a presentar síntomas tempranamente.
Aunque se hubiera podido ganar aún más tiempo en el tratamiento, el neurocirujano que iba a revisar el TAC y la resonancia ordenada por la neuróloga, no contaba con un equipo a través del cual hacerlo (algo muy común en nuestro sistema de salud) por lo que se conformó con leer el informe del radiólogo en el cual no advertía su cercanía con el seno sigmoideo el cual, palabras más o palabras menos, es una vena en la que converge la sangre transportada desde otras venas menores, cerebrales y cerebelosas, transformándose en la yugular que transporta el rico caudal recogido a su paso.
Ante su sugerencia improvisada de esperar un semestre para volver a revisar, cuando me hicieron la venografía de control seis meses después, el tumor no solo había incrementado su tamaño sino que ahora se encontraba presionando el seno aminorando el espacio de su flujo.
Aunque el neurocirujano ordenó de inmediato la cirugía, demoró tres semanas en enviarme las órdenes porque, según él, yo no era su paciente. Igualmente me informó, no muy amablemente, que la cirugía se realizaría (si tenía suerte) en dos meses ya que sólo realizaba cirugías los sábados cada quince días (otra conocida característica de nuestro sistema de salud).
Es así como hoy, dos meses después de que el neurocirujano la ordenara; diez meses después de que el anterior neurocirujano dijera que era mejor esperar y un año después de que me descubrieran el tumor gracias al covid, al fin me la realizarán.
Las próximas semanas me estaré recuperando de la craneotomía, la cual espero resulte de la mejor manera posible. De esta experiencia me quedará la gratitud hacia el covid por haberme alertado del tumor y el sinsabor de imaginar que, como lo advirtió el neurocirujano, tal vez sí tuve suerte, aquella con la que no cuentan todas y todos aquellos que ingresan al laberinto que representa el sistema de salud colombiano logrando, sólo en algunas contadas oportunidades, salir vivos.
Les agradezco una oración por mi salud.