Héctor Rojas Herazo pronunciaba la palabra hondura con un eco profundo, el mismo que marcó toda su existencia creativa. Era un hombre que desconfiaba, entre otros asuntos, de los rótulos, las marcas y los límites. Alinderar fue el verbo que usó cuando el escritor Jorge García Usta le preguntó “¿Por qué no ha escrito cuentos?” Respondió: “Volvemos a caer en el alinderamiento de los géneros. La novela puede ser la suma de muchos cuentos. Un cuento puede ser una novela. El relato es una condensación de ambas”.
Esas dudas sobre las formas provenían de su exploración constante en las intenciones y posibilidades de la palabra. Era el momento en que un grupo de jóvenes comenzaba a llegar a las redacciones de los principales periódicos del Caribe a comienzos del siglo XX. Ellos se convirtieron en los cronistas de la época, con textos libres que recogían visiones muy creativas sobre hechos actuales en los que latía la cultura de una región. Todo eso en medio de una censura gubernamental que también alentó otros recursos expresivos.
Para Rojas Herazo ese periodismo debía estar al lado de los creadores que proponían otras maneras de vernos en el espejo. La cultura, para ser coherente, no podía alinderarse solo a las bellas artes o a los espectáculos efímeros, la cultura era el hombre en medio de la fragilidad de su existencia, los relatos de su experiencia ante la vida.
Rojas Herazo fue un excepcional periodista cultural, un filósofo de la palabra, un ser que se enfrentaba a las creaciones y a sus autores con absoluta sensibilidad e ignorancia para poder así captar sus intenciones y alcances.
“La ignorancia da al periodista la intemporalidad temática”, le dijo a Alberto Abello en una entrevista publicada en 1998. Esa ignorancia, por supuesto, es para Rojas Herazo, otro asunto, porque él no define, indefine.
Puedo pensar que la ignorancia para Rojas Herazo era el motor obsesivo de su creación. Era acrecentar nuestra inocencia para interrogar nuestros propios sentidos.
Roja Herazo fue seguidor de Azorín, quien concebía el acto de la reportería, no como un método para procesar la información, sino como ese ser humano que mantiene ante la vida los sentidos bien abiertos para hallar aspectos inexplorados de la realidad.
“Para ser periodista (hoy) y además un periodista profundamente influyente, no se requiere cultura en sí. Ahora mismo, lo que se necesita es imagen. Un periodismo que maneje bien la imagen, no tiene sino que poner cualquier tontería al costado del hombre o la idea beneficiada y ya están hechos. Una de las cosas más graves de la actualidad nacional es que en cuatro o cinco días hacen una figura nacional de primer orden. Con solo publicarlo, sin decir nada, sin hacer ensayos de nada. Es una cosa terrible”. Le dijo a Alberto Abello, sobre cómo había cambiado el periodismo.
El poeta Rómulo Bustos Aguirre al referirse a esta forma estilística que Rojas Herazo mostró tanto en la escritura, como en la pintura, la llamó “urdimbre”. Los hilos dispuestos para concebir la diversidad. Bustos Aguirre la llama Presencia estilística obsesiva que atraviesa todas sus creaciones.
Al volver a acercarme a su novela Respirando el verano, obra publicada en 1962, releo un capítulo que es muestra de su maestría. Bien podría ser cuento, guión de un corto para el cine, relato sobre la curiosidad infantil u otro asunto. Es muy simple llamarlo el IV capítulo.
Anselmo, quizá el mismo Rojas Herazo cuando era un niño que vivía con su abuela Buena Herazo, decide subir al campanario de la iglesia con su amigo Falcón. Eran las cinco y quince de la tarde. Todo allí está abrazado por esa presencia obsesiva, esa urdimbre de posibilidades dramáticas que lo hacen magistral.
Subir al campanario de una iglesia en un pueblo frente al mar es una tentación. El olor a flores y a cementerio, los rostros y ropajes de los santos, las escaleras oxidadas, las maderas crujientes construyen una atmósfera que se equilibra con los diálogos de los dos niños mientras ascienden hacia el campanario.
— ¿Tú ganas plata por tocar las campanas?
Es la pregunta que hace Anselmo a Falcón. La escena va al ralentí. Se acentúa el drama del ascenso en medio del crujir de las escaleras.
—¿Plata? —, respondió Falcón—; el viento empujaba con horror el techo de la bodega y, llamando a gritos el mar, se hundía en el pueblo triturando los árboles—; si es lo más sabroso. ¿Por qué le van a pagar a uno por hacer lo que más le gusta?
Abajo, quedó el rostro de La dolorosa, el cristo crucificado. Las paredes manchadas por el salitre van dando color a las angustias.
Luego de otros diálogos y otros recursos que dilatan el momento cumbre, Anselmo y Falcón alcanzan una estrecha claraboya. Ven un burrito que pasta en la plaza. Es el momento en que Falcón le toca el hombro a Anselmo y le dice “Mira tu casa”.
La prosa de Rojas Herazo muestra su ímpetu:
“Anselmo ya la había divisado. Desde aquella altura se veía recatada y entrañable, ardiendo dulcemente entre la hoguera de las acacias. Veía sus ventanas azules, su techumbre color de níspero, las pinceladas de ocre con que el tiempo había rayado sus paredes de barro. Parecía suspirar, sentir que la miraba. Tenía una inquietud humana, un reposo de madera y de palma, una tierna resignación de cosa usada, que lo llenó de orgullo y remordimiento. Como si nunca hubiese reparado en ella. Como si todo lo que ella significaba —la lámpara que todas las noches colgaba la abuela en el umbral, los cuartos henchidos de nacimientos y velorios, las voces y los gemidos y los suspiros de placer o desdicha que había atesorado y los veranos y las lluvias que seguirían deshaciéndola— se agrupara de golpe ante sus ojos. Sí, aquella era su casa”.
Esta nueva edición de Respirando el verano es una invitación para que nos aproximemos a su obra, para que identifiquemos otros hilos de esa urdimbre más allá de los lugares comunes que lo han simplificado.
Rojas Herazo fue un creador en tensión dialéctica. Obsesivo por la palabra, la cultura, pero sobre todo por el otro ser humano. El único peligro de acercarse a él para lograr una entrevista, por ejemplo, era que él terminaba entrevistando a uno con una curiosidad inocente, incisiva, respetuosa. Ahora que el maestro no está entre nosotros, el camino se abre para rebuscar en sus libros esas formas, sin límites sin sellos, sin alinderamientos.
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