El señor contralor siempre iba adelante y el secretario, detrás con su máquina de escribir debajo del brazo. Era rutina de estos dos servidores públicos cerrar la oficina el viernes a las tres de la tarde y terminar parrandeando con los enseres de la misma durante el fin de semana completo.
El contralor era dueño de un círculo cerrado de 7 compadres, bebedores todos. Sus parrandas comenzaban en la cancha de tejo y terminaban debajo del palo de mango del patio de la casa del secretario. Ese día uno de los compadres en una tertulia, de esas animadas con cervezas a la orilla del río, se pasó de amargas y soltó la boca.
Todo comenzó por el comentario de un contertulio que resaltó el hecho de que hace más de un año que no habían muertos en Tamalameque. Para esa época, la gente de allí moría de vieja y ese día exactamente se cumplía el aniversario de defunción de la señora Chabela, una vieja centenaria que falleció de soledad en una de las colmenas desocupadas del mercado.
Ante la afirmación de la falta de muertos en Tamalameque, el compadre del contralor murmuró: “Muertos, carajo, en lo que va del año van más de 30". “¿Estás loco o deliras?” refutó uno de los asistentes, entre las risas de todos. El compadre del contralor volvió a acotar: “Ahí donde ustedes ven al contralor del pueblo, ese man es un asesino sin piedad”. Estas palabras ya no causaron risas sino asombro. Los parranderos que estaban más lejos arrimaron sus taburetes para escuchar de cerca al que hacía las afirmaciones.
Ese día fue que salió a la luz pública el secreto del contralor y su secretario. Todos se enteraron de que cuando el contralor estaba ebrio y se quedaba sin dinero, ordenaba al secretario que hiciera una cuenta por un ataúd. Para cumplir con este objetivo asesinaban en el papel a un tamalamequero para justificar el donativo de un cajón a sus deudos. El viejo carpintero les cambiaba el cheque y se quedaba con el 30% de la comisión.
“¿Cuántos muertos van?” preguntó uno de los parranderos, a lo que el compadre del contralor respondió “los suficientes para pensar que todos los que estamos aquí estamos muertos”. Inmediatamente, todos se miraron como buscando reconocer en el rostro del otro el cadáver que no podían ver en sí mismos. Luego de un largo y prolongado silencio volvieron a mirar al compadre del contralor y rieron al unísono.
Todos preguntaron a la vez cuándo fue la muerte de cada uno de ellos, a lo que el compadre del contralor respondió en orden cronológico: unos murieron en enero, otros en carnavales, unos en mayo, en fin, todos los meses. Uno de los compañeros de parranda era ahijado del contralor, entonces el compadre lo miro a los ojos y le dijo: “A ti te mataron el día de tu cumpleaños, ese día llegaste y le pediste la cuelga a tu padrino y él te la dio. Cuando te despediste y cruzaste la esquina, mi compadre dio la orden que te mataran. Ese día ibas de blanco. Yo grabé en mi memoria cómo los disparos de las teclas de la máquina de escribir del secretario perforaban tu frente dejándote sin vida en una sola frase. Fue tal el reguero de tinta en aquel papel que yo imaginé tu rostro ensangrentado. Te juro que me dieron ganas de llorar y tuve que contenerme para no darle el pésame a tu madre, que 15 minutos después pasó con una falda negra y una blusa blanca para la misa de 10. Luego se cambió el cheque y llegó el ron caña, todos esos sentimientos de tristeza se me pasaron y de mí se adueñó una alegría que terminó por erradicar de mi mente la fotografía de tu cadáver”.
“Y ahora que ya nos mataron a todos, ¿quién será el próximo muerto?” se escuchó una voz que preguntó. El compadre del contralor que hablaba con la cabeza gacha, como huyendo de las miradas inquisitorias de sus contertulios, sin levantar su rostro respondió: “Creo que ya no habrá más muertos, pues la semana pasada estaban los dos (contralor y secretario) en la esquina del rey de los bares con la máquina dispuestos a dispararle al primer parroquiano vivo que se asomara, pero qué va, todo el que pasaba ya estaba muerto. No hubo más remedio que matar al secretario y al día siguiente, como se había acabado la plata para continuar la parranda, tocó que el contralor se suicidara. Así que el único ser humano vivo que existe en Tamalameque es el carpintero y no lo mataron porque entonces no había quien vendiera los féretros”.
Al levantar la cabeza, el compadre del contralor se dio cuenta de que todos lloraban. Entonces, lo embargó el mismo sentimiento de nostalgia y tristeza que siempre se apoderaba de él luego de cada muerto. Comenzó a llorar sin consuelo.