Filarmónica de Bogotá: una novela sin fin pero con víctimas

El ensordecedor silencio del sector cultural ante la novela sin fin de la Filarmónica de Bogotá

Una protesta pro-Palestina en un concierto con israelíes motivó la intervención de Petro. ¿Por qué no sucede lo mismo con este caso que involucra a la Filarmónica?

Por: Francisco José Lequerica Otero
febrero 09, 2024
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El ensordecedor silencio del sector cultural ante la novela sin fin de la Filarmónica de Bogotá
Fotografía: Canva

Cuando Gustavo Petro, en su discurso inaugural, mencionó la relevancia de los compositores y las compositoras nacionales, sentí el último empujón que me motivaba a ponerle fin a mi exilio y regresar a Colombia. Después de todo, el sector político había obviado desde siempre la labor artística, y era la primera vez que un presidente en funciones mencionaba concretamente mi profesión. No obstante, se ha venido disipando tan promisoria premisa, y hoy se intuye que el presidente considera el Arte como herramienta meramente política y que no duda en desvirtuarlo para satisfacer sus intereses.

El 1 de febrero pasado, en el auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional, un grupo de manifestantes interrumpió un concierto de la Orquesta Sinfónica de Colombia, enarbolando una bandera palestina y lanzando arengas de “¡Fuera genocida!” al director Yeruham Scharovsky y al joven solista Michael Shaham, ambos de nacionalidad israelí. Posteriormente, y a pesar de que la prensa casi no hubiera comentado el incidente, el presidente Petro se pronunció al respecto, considerando que el hecho de retirar a los manifestantes del auditorio constituía una forma de “censura”, y justificando así su acción.

Habiendo sido víctima de un conspicuo ataque mediático a mediados de septiembre de 2023, iniciado por los directivos de la Orquesta Filarmónica de Bogotá a raíz de mis comentarios contra su director titular, Joachim Gustafsson, no puedo sino lamentar que la indignación del mandatario y de muchos de sus admiradores sea de naturaleza selectiva.

Al evidenciarse mi inocencia frente a las viles acusaciones de amenaza de muerte, constando en Fiscalía que no existe anotación ni investigación alguna en mi contra, pasé de ser un “señalado delincuente” a ser un “melómano radical”, según las afirmaciones del periodista de estómago Emilio San Miguel.

Otras vacas sagradas del centralismo, como Juan Carlos Garay o como el youtubero Daniel Samper (quien seguramente desconoce mi “puta obra”), se exaltaron en mi contra en redes sociales. La constancia de mi inocencia no tuvo eco alguno en la prensa que, apenas un mes antes, se había dedicado a asesinarme mediáticamente y a cancelarme bajo las órdenes del señor García (director de la Orquesta Filarmónica de Bogotá), quien ha seguido mintiendo que hubo amenazas cuando la Fiscalía desestimó el caso. Allí nunca apareció Petro a clamar que se estuviera aplicando ninguna “censura”, lo cual validó que se emprendieran acciones encubiertas para silenciar a quienes pretendiesen defenderme.

La politización de la sala de conciertos es un hecho inaceptable, independientemente de la causa defendida. Por supuesto que la política e incluso la violencia hallan cabida en la música, como lo demostraron Beethoven, Shostakovich o Nono, pero en ningún caso se debe exceder el umbral de la partitura, pues la política jamás podrá izarse por encima del Arte.

Cuando interpelé a Gustafsson y a la cúpula de la OFB, lo hice en mis obras, en mis redes sociales, mediante columnas de prensa y a través de peticiones públicas. Nunca se me ocurrió acudir a sembrar cizaña a un concierto del susodicho por respeto a la música, al público, y a los propios músicos de la orquesta, así desde su cuestionable sindicato se hubiesen prestado para todo tipo de maniobras políticas en mi contra.

No contaron allí mis logros visibles como compositor y pianista, como director y cofundador de orquestas, como escritor y columnista: fui reducido al anonimato y a la presunción de delincuencia. A nadie le importó la integridad artística, ni les quedó el resquemor de realizar una sencilla búsqueda en Google. Se invalidó, con el contubernio de las víboras de costumbre, toda la legitimidad de mi protesta, mientras ahora se sanciona este atropello desde la más alta instancia del poder.

Tildar de “genocida” a Scharovsky raya en el antisemitismo. Llamar “vikingo” a Gustafsson, en contraste, ni siquiera es tipificable como xenofobia, aunque él sí se había permitido tachar con anterioridad de xenófobo y de mentiroso al veterano maestro Germán Borda, por quejarse éste de la exclusión de música colombiana en sus programas. “Confunde Dinamarca con Cundinamarca”, le reprochó a Gustafsson el maestro Borda. Apoyar la lucha de los músicos en pos de la dignidad musical y potenciar la discordia en la música por motivos ajenos a ella son dos cosas muy distintas.

Si mi protesta surgió tras meses de emplear un conducto regular sin obtener respuesta, su contexto siempre fue la defensa de la música sinfónica nacional y del respeto a sus creadoras y creadores. Las protestas en el León de Greiff carecen de contexto artístico y no nacen de preocupaciones musicales, sino que arrollan la música con consideraciones advenedizas, sirviendo los intereses de agendas políticas. ¿Así que un gravísimo “Fuera genocida” es aceptable, pero un burlón “Fuera Vikingo” amerita la crucifixión? ¡Entonces tendré que repetir mi rabotazo al vikingo!

En la vorágine de cancelaciones que motivó el inicio de la guerra en Ucrania hace dos años, el pianista ruso Daniil Trifonov fue vetado de varios conciertos en Norteamérica, a pesar de haber trinado “NO A LA GUERRA” y de no haber vivido en Rusia desde hace muchos años. Trifonov no es Putin, como Scharovsky no es Netanyahu, y es de esperarse que no todo músico colombiano sea Uribe.

El gigante musical Daniel Barenboim, quien desatara la polémica con su interpretación de Wagner en Jerusalén, fundó también la estupenda West-Eastern Divan Orchestra con Edward Said, construyendo una herramienta de diálogo entre músicos sinfónicos israelíes y palestinos. En Colombia, no hemos aprendido de su ejemplo ni de sus iniciativas.

La absurdidad de manifestaciones como la del 1 de febrero, que empobrecen la esencia de su mensaje por plantearse fuera de contexto, delata un deplorable maniqueísmo que ataca directamente al Arte. ¿Quién está detrás de éste, como de tantos otros insultos a la música sinfónica nacional y a sus protagonistas? ¿Quién es el verdadero “sicario cultural”?

Ni se inmutan cuando un forastero cobra sumas exorbitantes de dinero público sin trayectoria que lo justifique (ni Scharovsky cobra tanto como este señor), se aloja en hoteles de 5 estrellas, desconoce el español tras casi una década de frecuentar Colombia profesionalmente, e insulta impunemente a los compositores del país. Sorprende que tan pocos periodistas se hayan dignado investigar las irregularidades, las denuncias públicas de miembros y exmiembros de la OFB acerca de su cúpula directiva y del ambiente tóxico que allí han instalado, prefiriendo reproducir ciegamente el libreto que se les ofreció.

Los honorarios de Gustafsson, que ya superan los 1500 millones de pesos, se han vertido en su casi totalidad a terceros, concretamente a la opaca Sociedad Arthur Rubinstein, lo cual tampoco ha motivado un escrutinio por parte de los medios masivos que sí accedieron a calumniarme, muy a pesar de que muchas de estas anomalías contractuales deberían levantar sanas sospechas de ilicitud.

Gustafsson se atreve a salir en prensa degustando copiosos desayunos bogotanos cuyos nombres apenas puede pronunciar, mientras muchos músicos nacionales difícilmente logran desayunar todos los días. Además, el desempeño de Gustafsson deja mucho que desear: no solamente descuida el repertorio nacional, sino que sus movimientos parecen los ejercicios mecánicos de una clase de Celibidache, aunque ya sin la fenomenología.

Hay, en Colombia, muchos directores y directoras que ameritan prioritariamente su puesto de titular de una orquesta tan importante para el país. En la misma línea de legitimidad, juzgar a Scharovsky por acaparar un empleo que debería recaer con preeminencia en artistas nacionales, es muy distinto de interrumpir su concierto con acusaciones tan severas como la de “genocidio”.

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Obedeciendo al precepto de indignación selectiva (o fuertemente patrocinada), tampoco hubo protesta frente a la privatización del auditorio en que se desarrolló el concierto, si bien la responsable de tan deplorable política se encontraba entre el público ese día. Afirmo, al margen de cualquier postura política tanto en Colombia como en Medio Oriente, que las luchas de Petro y sus seguidores enceguecidos no son coherentes ni consecuentes. Al parecer, al presidente no le importa Colombia y mucho menos la música sinfónica más allá de la verborrea populista digna de cualquier gobernante.

Habiendo pausado mi carrera artística, no tengo nada que perder. David García y sus esbirros me hicieron más fuerte y redoblaron mi resolución de acabar con sus cacicazgos. Por no tener ni gota de Arte en la sangre pasaron a chuparla como gestores. A mí se me ha amenazado de muerte desde ambos extremos de la polarización política, lo cual motivó mi exilio más reciente en mitad de un paro nacional cuyos preceptos han caído en el olvido con insólita rapidez.

Que esta gente siga considerando mi grito de exasperación como una amenaza de muerte es prueba de una mala fe sin límites, en que se desconoce rotundamente la propia función institucional de la Fiscalía.

Así como Gustavo Petro me estimará de seguro demasiado pusilánime como para otorgarme una respuesta, un diálogo, o su genuina preocupación, Gustafsson seguirá desayunando con opulencia a costillas de los colombianos mientras sea yo quien ―una vez más― deba largarse de mi propio país. Se regocijarán los morbosos de mi retiro artístico e incurrirán en las previsibles burlas y amenazas que ya he padecido, demostrando así su inculta calaña al alegrarse de desgracias ajenas, mientras prosigue la mansa mediocridad en que el Entretenimiento engulle al Arte.

Sin embargo, esto no es buena noticia para un país en que la fuga de talentos no ha hecho más que incrementarse durante el gobierno que más prometió frenarla. No hablo ya por mí, sino por una tendencia que se equipara más a una hemorragia que a una simple acumulación de exilios. Para los “haters”, debo aclarar que voté por Petro en 2018 y en 2022, y que lo defendí públicamente durante el paro con canciones jocosas, algunas de las cuales gozaron de relativa viralidad.

Mi oposición no se debe a la envidia, como lo han afirmado algunos, sino al hecho de que no obedezco a fanatismos obturados. Como lo hice con gobiernos anteriores, prosigo cuestionando con congruencia lo que me parece estar fuera de lugar, y me parece evidente que este no es el presidente por el que voté.

Lo más lamentable es que la esperpéntica gestión del primer gobierno de izquierdas de Colombia solo asegurará el renacer de los vetustos cacicazgos que tanto se habían combatido y que tanto daño habían infligido a la nación, esta vez fortalecidos por un pésimo ejemplo que, toda vez, algún que otro “vikingo” estima meritorio del Nobel de Paz. Resistir al sionismo es tan necesario como reparar en las graves fallas en materia de Derechos Humanos de Estados como Palestina y sus aliados. Sin embargo, la sala de conciertos no es el lugar adecuado para imponer este debate, y hacerlo no será tan eficaz para lograr el cese de hostilidades lejanas como para atizar la enconada exacerbación de las locales.

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