Un día, en uno de los campamentos del Mono Jojoy en el área del Yarí, si mal no recuerdo el que llamaban Piscinas, donde llegué a ver más de tres mil guerrilleros reunidos, uno de sus oficiales de servicio, Isaías, al que llamaban sus camaradas El Boyaco, quien caería en combate meses después, en el asalto a la base del Coreguaje, en el Putumayo, me llamó por mi nombre en cuanto me vio pasar por frente a la casa donde se encontraba.
Gabriel Ángel, me dijo en cuanto me acerqué a él, usted que es estudiado y conoce de números, hágame el favor de decirme cómo se lee la cifra que me señala esta calculadora. El corredor central de la casa y su parte delantera estaban llenos de bultos blancos de cuatro arrobas, sellados con fibra en su parte superior y cuidadosamente ordenados. Ya en el pasado había visto arrumes semejantes y sabía que se trataba de dinero en efectivo.
Uno se enteraba de que esos dineros llegaban al campamento en camionetas punto 5, de estacas, probablemente de los frentes cercanos, el Primero, el Cuarenta y tres, el Veintisiete, quizás de otros más lejanos, como el 16 o el 44. Y que seguramente allí eran contados, organizados y destinados a lugares donde serían guardados en el más absoluto secreto. Jamás le pasaría por la cabeza a uno ponerse a preguntar por su origen, aunque era cuestión de imaginarse.
Nuestro trabajo se relacionaba directamente con la Comisión Temática de las FARC, que funcionaba adjunta a la Mesa de Diálogos en el proceso de paz del Caguán. Madrugábamos a Los Pozos, a más de tres horas de ahí, por la carretera destapada que había abierto el Bloque Oriental. Y regresábamos en las noches, por la misma vía. Quizás los domingos eran los únicos días que pasábamos en el campamento. La escena que describo debió suceder en uno de ellos.
Necesito saber cuánta plata hay aquí, me dijo. No supe cuántos bultos había, pero eran muchos, tantos que no se podían contar a simple vista. Miré la cifra que marcaba la calculadora. Comprendí que Isaías estaba encargado de contar el dinero y que sumaba las cantidades. No sabía leer el número final. Yo tuve que hacer un esfuerzo para no equivocarme. El número era ciento seis mil millones y otros dígitos que no preciso ahora.
Cuando le leí la cifra, Isaías asintió satisfecho. Sí, dijo, era lo que yo pensaba. Tras sus palabras de agradecimiento, me despedí y seguí mi camino. Pensaba en la fabulosa suma que acababa de conocer. Era el año 2001, no recuerdo el mes. Yo había salido del Bloque del Magdalena Medio un año atrás. Allá todo era tasado al máximo, siempre escaseaba el dinero, vivíamos con suma modestia, con considerables carencias. En el Oriental era distinto.
Claro, el sostenimiento del poderoso ejército guerrillero debía costar un potosí. Miles de hombres y mujeres para alimentar, vestir, alojar, armar, trasportar, educar, atender en su salud, costear cirugías, más todo lo que significaba la infraestructura de guerra, explosivos, armas, parque, radios de comunicación, vehículos, computadores, medicinas, las redes urbanas, la obligada solidaridad. Lo construido en tantos años se había conseguido luchando, al costo de muchas vidas.
El Mono solía explicar que tras la Octava Conferencia, realizada en 1993, el Bloque Oriental se había crecido en un cien por ciento. Habían ingresado miles y miles de muchachas y muchachos a los que había que preparar en forma acelerada, dado que no se sabía qué podía pasar con los diálogos y la zona de despeje. Eso implicaba gastos en todo sentido, cursos de formación que además se dictaban a mandos y guerrilleros de otros bloques, que eran enviados a la zona.
La cómoda vida que llevaban las unidades que ingresaban a la zona de despeje del Caguán, cambiaba una vez salían de ella a orden público, esto era, a campañas militares en distintas direcciones. El combate frontal contra el Ejército causaba muchas bajas que había que reponer en todo sentido. Vidas humanas, heridos, capturados, material logístico que no podía faltar. La guerra que arreciaba se intensificó con el fin de los diálogos de paz.
Los gastos crecieron geométricamente, mientras los ingresos lo hacían en forma aritmética. Ya en el año 2004, después de haber sido asaltado en su campamento de El Cansado, El Mono solía advertir en sus charlas mañaneras al personal, que en adelante podrían escasear y hasta llegar a faltar cosas que parecían imprescindibles. Las muchachas, decía, deben ir pensando en conseguir paños o trozos de toallas, porque en cualquier momento dejarán de llegar las toallas higiénicas.
La curva de los ingresos mermó aceleradamente con el avance del Plan Patriota. Frentes como el Primero y el Cuarentaitrés, que reportaban miles de millones al Bloque, comenzaron a sufrir serias crisis. El Ejército copó con sus brigadas móviles buena parte de El Guaviare y el Meta. Miles de campesinos fueron desplazados forzosamente, al tiempo que las bandas paramilitares sembraban el terror en muchas regiones. El cobro de impuestos se fue literalmente a pique.
Igual le pasaba al Bloque Sur en el Caquetá y el Putumayo. De hecho fue ese bloque el que perdió los catorce millones de dólares que por casualidad encontró enterrados en medio de la selva alguna patrulla. La caleta que dio lugar hasta a una producción cinematográfica colombiana. El Mono, con su sangre fría característica, procuraba tranquilizar a Manuel Marulanda. Se habían perdido, no había nada qué hacer. Ya volverían a conseguirse.
Esa sangre fría lo había llevado una vez a cumplir una tarea de altísimo riesgo. Le oí el relato de ella un par de veces. El Secretariado le ordenó que fuera él, en persona, a reunirse con Gonzalo Rodríguez Gacha, el temible Mejicano, el jefe militar del cartel de Medellín. Éste le había hecho saber de algún modo a las FARC, que quería hablar con un delegado suyo, y se comprometía a brindar todas las garantías para la vida e integridad del enviado.
Aunque El Mono jamás contaba por qué razón había sido elegido para aquella peligrosa entrevista, versiones de gente de las FARC que tenía por qué saberlo, aseguraban que había sido casi por sanción. En algún momento del primer lustro de los años ochenta, la expansión de las FARC se había topado con el territorio que dominaban los narcos en el sur del país. Los intereses de unos y otros marchaban en sentido completamente opuesto.
Las relaciones por tanto no fueron fáciles. La cultura de los narcos había hecho de la corrupción y el soborno su forma predilecta de ganar amigos, cuando las cosas no podían solucionarse a punta de bala. Las FARC eran una organización revolucionaria, de convicciones altruistas, pero a la que sus comandantes habían impreso un sentido práctico. Estaba claro que allí podrían conseguirse recursos económicos para la causa, pero eso no podía conducir a la traición de la misma.
Así que las cosas con la mafia fueron complicadas. Diversas contradicciones llevaron a El Mono Jojoy, el hombre de confianza de Manuel Marulanda y Jacobo Arenas, al que habían formado como guerrillero y mando desde su primera juventud, a tomar la decisión inconsulta de realizar un ataque militar contra el complejo cocalero de Tranquilandia, propiedad de los más poderosos jefes del narcotráfico en Colombia. Las relaciones en adelante se enturbiaron demasiado.
Una cruenta guerra se desató entre las FARC y los narcos. De eso quería tratar Rodríguez Gacha. Y al parecer porque él había sido el responsable de agravar así las cosas, el destinado a hablar con los narcos fue El Mono. Contaba risueño que el lugar de la cita fue el Hotel del Parque, en el centro de Bogotá, en donde tenían reservada una habitación para él. Ahí lo recogieron varios hombres que lo llevaron al aeropuerto y luego a otro hotel en la ciudad de Medellín.
Un día después había sido conducido hasta el lugar donde se refugiaba Rodríguez Gacha. El Mono contaba cómo éste le había hecho la relación de todas las pérdidas que había sufrido por cuenta del accionar de las FARC. Ninguna de aquellas cosas le había sido regalada, decía, las había ganado a pulso. Y por eso exigía que le fueran reintegradas en su totalidad. Jacobo Arenas debía saber que si aquello no se realizaba, las FARC y todos sus amigos iban conocer la furia del cartel.
El Mejicano se jactaba de tener relaciones muy amplias, en particular con las fuerzas armadas y buena parte de sus altos mandos. El Mono le prometió que transmitiría cada uno de sus planteamientos. Recordaba riendo, que en algún momento temió por su vida. Gacha estaba furioso, pero había respetado su palabra. Para El Mono quedó claro que hacía parte de un código de honor. Lo habían convocado bajo la promesa de conversar, y por eso lo regresaban intacto.
No hubo nada qué hacer, a esas alturas resultaba imposible un acuerdo. Al final el perdedor de aquella confrontación fue Rodríguez Gacha. Terminó enfrentado a todo el mundo, hasta con aquellos del Establecimiento que alguna vez se habían valido de él. Cuando llegamos a la zona de despeje del Caguán, y conocimos las sabanas y selvas del Yarí, supimos que todo aquello había sido el asiento principal de Rodríguez Gacha, la base de su imperio mafioso.
Y contrariamente a lo que se pueda pensar, no eran los cultivos de coca, ni los laboratorios, la fuente de sus ganancias. Las sabanas eran la zona de cargue y descargue de la droga que traían de Bolivia y el Perú, para luego enviarla a los Estados Unidos. Todo eso desapareció con Gacha. Las FARC solo se hicieron a la tierra para sus campamentos y alguna infraestructura para su supervivencia. Desde entonces fueron objeto de las más grandes operaciones del Ejército.
De las frustradas campañas Destructor Uno y Dos, se pasaría al Plan Patriota y luego al Consolidación y demás. El Estado colombiano triplicó el pie de fuerza y adquirió, con el patrocinio de los Estados Unidos, el más impresionante material de guerra para emplearlo contra las FARC. Estas resistieron una guerra asimétrica de la que muy poco se habla oficialmente, en la que se emplearon todos los recursos legales e ilegales para destruirlas.
Hacia el 2010, El Mono Jojoy reconocía que aquellos recursos multimillonarios eran cosa del pasado. A duras penas se contaba con el dinero necesario para lo más básico. En su última reunión del Estado Mayor del Bloque Oriental, había orientado realizar un inventario de las fincas que aún conservaban, en la idea de ponerlas en venta para recaudar los fondos necesarios para la guerra. En medio de ella, se produjo el bombardeo nocturno que le costó la vida.
La confrontación, que se prolongaría aún seis años, fue librada incluso en condiciones más desiguales. Los bombardeos aéreos y el modo de operar del Ejército obligaron a que las FARC ya no pudieran volver a operar en grandes unidades, casi que ni siquiera en pequeñas. Los ingresos económicos se extinguían. Al parecer algo semejante estaba ocurriendo en el bando del Estado. Se había invertido demasiado en una guerra que no se ganaba. Había que pactar la paz.