Esa noche del verano de 1980, Gardeazábal leía sentado en un taburete de madera, en su casa de alquiler del barrio El Lido de Cali Colombia. Lo acompañaban sus incontables libros y un par de perros diminutos con nombres de mastines fieros: Caifás y Barrabás.
A diario escandalizaba a la pacata sociedad caleña con sus “Notas Profanas” del periódico El País, oficiaba como diputado de la Asamblea Departamental del Valle del Cauca, ya había publicado su gran novela “Cóndores no Entierran Todos los Días,” y también había sido concejal de Cali por el “Movimiento Cívico” que regentaba José pardo Llada, el mítico periodista que se le había volado a la revolución cubana y al mismísimo Che Guevara.
Horas antes, en la Asamblea, había participado en un debate tenaz, negando la incorporación a las rentas del departamento, de una nueva lotería que era, en verdad, un juego de azar de aquellos que el Código de Policía prohibía y sólo dejaba jugar durante las fiestas patronales de los municipios. El debate había sido tan intenso y veintijuliero que un diputado del norte del Valle, había comparado al inventor del juego con Tomas Alba Edison, con Alexander Graham Bell y con Alexander Fleming.
Y el inventor del juego era Don Eleazar de Jesús Agudelo Arango, un paisa nacido en plena Plaza de Berrío en Medellín, pero con un dejo tan montañero, que parecía que se acabara de quitar las alpargatas y el carriel. Mientras estuvo en el Valle del Cauca, siempre vistió de saco café -medio arrugado- y de sombrero Barbisio. Ah, y tenía una edad indescifrable, indeterminada, de la cual, según me cuentan, aun goza.
El juego, que denominó “el 24,” se jugaba en una mesa de billar con dos bolas talladas como dodecágonos. Los parroquianos depositaban previamente la apuesta en una lona con los números, el garitero tacaba otra bola, ésta movía los poliedros y el número que salía, ganaba 24 veces el valor apostado.
Ese juego se había regado -de manera ilegal- por el Valle del Cauca y otros departamentos, por lo que la policía decomisaba los trebejos. Don Eleazar, para legalizarlo, contrató a un habilidoso abogado, quien valiéndose de argucias, hizo el trámite ante el ministerio de Desarrollo y patentó la genial idea del paisa montarás, con el pomposo nombre de “Lotería de Precisión.” Es decir, como un juego de habilidad o destreza.
El problema era que los vagos, quienes fueron los que más se aficionaron al juego, cuando la garita los dejaba sin un peso, se iban a robar por los alrededores y volvían a que “la casa” los volviera a pelar. Muchos alcaldes, incluso, llegaron hasta a contratar ladrones para que se robaran las bolas, con tal de no dejar a la juventud de ese entonces a merced del temible “24.”
En la Asamblea esa tarde se habían enfrentados dos bandos: por una parte Gardeazábal y el “pantalonudo” Alfonso Ossa Jaramillo, el papá de Carlos Ossa escobar, quien era el presidente de la Duma; y por la otra, un buen número de diputados, que sin pudor juraban que don Eleazar era Cristo revivido. Pero el debate no concluyó y quedó postergado para la tarde del día siguiente.
Como dije al principio, Gardeazábal, esa noche, se encontraba leyendo, cuando percibió que desde la calle, le llegaba una fragancia masculina exquisita, la cual identificó de inmediato. Segundos después tocaron la puerta de manera educada, o mejor, delicada.
Cuando el escritor abrió la puerta, no pudo creer que en la vida real existiera un joven tan delicado, bello y bien vestido. Y que oliera tan rico. El jovencito, con voz de querubín celestial le dijo:
-Escritor, de parte de don Eleazar.- Al tiempo que le entregaba una champagne “Veuve de Cliequot,” precisamente la bebida predilecta del “Bon Vivant” tulueño.
-Pasa. -Le respondió el también joven novelista. Y lo invitó a sentarse en una de las tres poltronas de la sala principal.
Empezaron a degustar el fino champagne. El joven, que resultó además encantador con su charla, de manera sutil se le acercaba hasta rozar al escritor, para que éste advirtiera cuan arqueadas y perfectas eran sus pestañas. Gardeazábal, haciendo esfuerzos heroicos, se pasaba a la otra poltrona, y el jovenzuelo lo perseguía sin desfallecer. Así le dieron más de 10 vueltas al ruedo, hasta que agotaron la última gota de champaña.
Cuando el jovenzuelo se puso de pie para retirarse, se podía notar en sus ojos una sutil súplica para que no lo dejara marchar derrotado, pero Gardeazábal –inflexible- sólo le dijo antes de despedirlo:
-Entrégale esta esquela a don Eleazar.
Garrapateó una nota de forma rápida, humedeció el sobre con su lengua, lo cerró y se lo entregó al muchacho, que se marchó cabizbajo.
Al otro día, don Eleazar abrió la tarjeta y leyó, con estupor, el contenido que decía: “¡Eleazar ¡ Ahí te devuelvo ese cul* envenenado!”