Hace diez años vi por primera vez esta magistral producción dirigida por Woody Allen, que narra las experiencias en un París de fiestas, arte y cultura vividas por Gil Pender (Owen Wilson) un joven y exitoso guionista de Hollywood en transición a escritor de novelas.
Pender, viaja a Francia en compañía de su hermosa prometida Inés (Rachel McAdams) y donde además conoce tres espectaculares mujeres: Adriana (Marion Cotillard) la linda e inocente Gabrielle (Léa Seydoux) y una hermosa guía del Museo Rodin (Carla Bruni). Jamás imaginé que este hecho se constituiría en un avatar en mi vida futura.
La historia, además de sus imágenes de ensueño, cuenta desde un comienzo un paseo nocturno y accidental de Gil, quien después de las doce campanadas de media noche, es invitado a subir a un coche de los años veinte a vivir una noche bohemia con desconocidos, quienes finalmente resultan ser, para entonces, los más grandes exponentes del arte, la literatura y la música.
- Gil Pender necesita una opinión sobre su primera novela y cuando en un bar le presentan a Ernest Hemingway, lo primero que se le ocurre es pedirle que lea su novela y en su aturdimiento, tras semejante sorpresa, le promete traerla el día siguiente pero, olvida preguntarle donde lo encontrará por lo que una vez en la calle decide regresar al bar y ya el portal de época se ha cerrado y él, ha sido retornado al siglo XXI.
Sin embargo y motivado por el hechizo del tiempo, decide esperarlo en el mismo sitio en donde fuera recogido la noche anterior. Y así, sucesivamente todas la noches se ubica en las escalas laterales de acceso a la Iglesia Saint Etienne du Mont de la ciudad luz, a esperar que suenen las campanas y poder reencontrarse con sus iconos del arte y las letras.
No soy crítico de cine ni mucho menos, sobre las artes escénicas, fui solo un estudiante de cuatro semestres de cine y televisión como parte del programa académico de mi carrera profesional. Pero si, un fanático con cierta formación crítica sobre el celuloide y las letras. De allí el encanto por “Medianoche en Paris” porque al igual que el protagonista me gustaría vivir esos déjà vú del pasado del arte y la literatura. Poder disfrutar de un buen vino en compañía de Monet, Picasso, Manet, Dalí, Faulkner, Hemingway, los Fitzgerald (Scott y Zelda), Buñuel, Porter, Gauguin, Eliot, Gertrude Stein y otros grandes del arte y de épocas diferentes.
Personajes que de una u otra forma terminaron por marcar mi época bohemia y literata que no pudo traspasar las fronteras de la escasez y me obligó a buscar en cada minuto de vida una oportunidad económica para satisfacer mis necesidades y las de mi familia. Encrucijadas que terminaron por alejarme cada vez más y más del mundo de las letras.
Hoy sentado frente al televisor, viendo a través de la moderna tecnología de streaming nuevamente esta película. Me extasío en el encanto de la fotografía de introducción de un París de magia y embrujo, de arquitectura inigualable y paisajes inconfundibles, acompasada por una música que invita a enamorar.
Hacer un recorrido por el Sena o un paseo romántico por los jardines de Versalles o en el mejor de los casos visitar al Rodin y embriagarme visualmente con las monumentales esculturas de su entorno. Maravillas que con solo verlas, podrían hacer de cualquiera un gran artista.
Se me cae a pedazos el presente por ese sueño inconcluso de recorrerlo, preferiblemente bajo el embeleso de la lluvia y ojalá en compañía de una parisina como Gabrielle o Adriana.
Esos sueños de juventud cuando me inspiraba en las letras pero la economía hacía desgaste en mi bolsillo. Épocas cuando leía por primera vez del placer al dolor que sintió Celina en su primera y única verdadera noche, en Mientras Llueve, de Soto Aparicio. De las enseñanzas del mesías de Shimoda en Ilusiones o ese emocionante viaje a la libertad de Juan Salvador Gaviota, de las obras de Bach. La angustia existencial de Gregorio Samsa en la Metamorfosis de Kafka. La lucha desesperada del anciano Santiago por evitar que los tiburones se comieran su esfuerzo, en el Viejo y el Mar de Hemingway o los innumerables acontecimientos, absurdos pero mágicos, de una familia caribeña en Cien Años de Soledad, de nuestro laureado García Márquez. A quienes releí en busca del camino para seguirlos pero sin los recursos necesarios para olvidarme del mundo y sumergirme en historias incontables y propias que forman parte de mi pasado.
Ver esta película me traslada en el tiempo y me invita a vivir una especie de paramnesia en donde mis amigos son ellos, regresar a mi época de oro, los años 80 y las de ellos: los encantadores años 20, la Belle Epoque, el Renacimiento y otras.
Ese encanto que tiene la historia y que a todos nos gustaría escudriñar para conocer sus secretos y disfrutar del placer de poder contarlos de primera mano. Aquellos eventos que por desconocerlos, nuestro pasado no perdonará y que se constituyen en esa quimera del ser humano, “la ilusión de volver al futuro”.