Sucedió el 31 de enero en la Institución Educativa INEM José Felix de Restrepo de la ciudad de Medellín y sucede en barrios, veredas, escuelas, universidades, centros penitenciarios, calles, plazas, estadios y parques. También sucede en su alcoba, en la sala y el comedor.
La niña agredida explicó que era nueva en el colegio, por lo que no conocía a la agresora. “Me parece muy mal hecho porque había una cuadra llena de gente mirando y riéndose en vez de ayudar. Le pedíamos ayuda a los vigilantes y dijeron que no les correspondía”. Ella resultó herida cuando trató de proteger a una compañera de su colegio, recién llegada como ella, a quien las mismas agresoras le cortaron el pelo.
Los hechos quedaron grabados en dos videos que, una vez publicados en redes sociales, se volvieron virales inmediatamente. En las imágenes una de las jóvenes atacantes sujeta con fuerza el brazo de la menor, mientras que la otra comienza a cortarle el cabello con un cuchillo, a pesar de los gritos de la víctima, quien les pide en repetidas ocasiones que “no le hagan nada”. Mientras tanto, un grupo de estudiantes las rodea. Unos ríen, otros graban y otros piden, sin intervenir en la pelea, que paren para evitar algo peor”.
Sucede en la vida íntima y se despliega en actos cotidianos públicos escolares y no escolares.
Desgarra, duele, siente uno vergüenza por tanta crueldad. Y se pregunta uno, que está pasando en Colombia, en la escuela donde prevalece consignas como: “todo vale”, “todo juega”, “que nada se te pegue”, “no preocuparse”, “deje así”, “no se involucre”, “no tomarlo a pecho”, “no angustiarse demasiado”, “sálvese quien pueda”, “nada es a largo plazo”, “perdona y olvida”, “pasa la página”, consignas que construyen modos de existencia específicos para esta época e involucran una concepción de sujetos, vínculos y formaciones éticas y políticas configuradas por implacables expresiones de violencias.
Estas experiencias son asumidas en unas dinámicas para la sobrevivencia instaladas desde todos los mínimos existenciales e institucionales que presupone la existencia de relaciones donde todo es posible.
La escuela es un reservorio de conflictos de una sociedad despreciativa y cruel.
En las escuelas se ha instalado un clima de vigilancia y delación que ha socavado toda práctica de confianza. No hay confianza en la palabra del otro. Es una convivencia habitada por una lógica moralizante, en la cual se dicta todo tipo de imperativos y se mueve en un escenario sígnico, simbólico y normativo que se expresa en narraciones, imágenes, hábitos, gestos, costumbres, tradiciones lleno de miedos y fantasmas. Una convivencia hecha de identidades cerradas y agresivas. Una convivencia hostil, lejana y huidiza que se asemeja a la fábula sobre el puercoespín y algunos relatos de Augusto Monterroso (escritor Argentino).
Estos modos de estar juntos se contradicen con las normativas y manuales que se afirman en los postulados sobre una convivencia “armoniosa”, con principios sobre cómo “convivir con alegría” o en la instalación de “comunidades ilusorias e incluyentes”, a su vez en espacios que se declaran habitando en un “mundo feliz”. De ahí que afirmemos sobre la insignificancia de una convivencia que es solidaria con sus semejantes y agresiva con los diferentes.
Por ello las preguntas:
En qué mundo y para qué mundo estamos educando. ¿De qué está siendo heredera esta generación den niños y jóvenes cuando lo que leen de sus educadores adultos es la precarización de sus propias existencias expresadas en gestos éticos y políticos fundados en prácticas fundamentalistas y escépticas?
¿De qué ética hablamos y para qué sujetos que posibiliten orientar procesos de regulación? ¿Cómo trabajar con la densidad de los problemas éticos que despliega los efectos de esta violencia política, social y simbólica? ¿Dónde vincular la convivencia escolar, universitaria y social con las agendas de paz, derechos humanos, pedagogía(s) de la memoria y tramitación de los conflictos? ¿Qué decir del sistema nacional de convivencia escolar y formación para el ejercicio de los DDHH, la educación para la sexualidad y la prevención y mitigación de la violencia escolar (Ley 16 20 de 2013); del nuevo código nacional de policía y convivencia, la cátedra de paz.
¿Desde donde asumir a estos jóvenes de hoy?
Jóvenes que no tienen quien los sostenga en sus afecciones subjetivas. Jóvenes que se mueven en un péndulo de excesos y desamparos. Jóvenes desregularizados y a su vez controlados, vigilados. Jóvenes con marcas psiquiátricas diagnosticados con trastornos de conductas y disfuncionales. Jóvenes que nos entregan un espejo de crueldad en una matriz de cultura política deshumanizante. Cabellos cortados, mutilaciones, cuerpos cercenados, acribillados o diluidos en ácido. Corporeidades exhibidas en su plena deshumanización. Para Ana Berezin (2003) lo que la crueldad destruye es lo humano del otro, el otro es objeto de la crueldad no por su diferencia sino por su semejanza, el cruel, al no tolerar la propia humanidad, la cual conlleva vulnerabilidad, indefensión y desamparo niega su humanidad al colocarse como amo del cuerpo del otro, jugando con él para marcar su distinción, su venganza, su odio.
La crueldad opera con la indiferencia. La suya, la mía, la nuestra. Estremece este elogio de la crueldad circulando en las redes sociales. Produce miedo. Un miedo que se posa en la cabeza como un espantapájaros, atrapa nuestros dedos con silicona. Enmudece nuestra voz con papel de lija. Se mete en nuestros poros como nido de hormigas. Se hunde en nuestra boca como un grito de bóveda. El miedo es un maldito trapo sucio y maloliente. Es una flor podrida en tu armario. Estos gestos de crueldad son una herida que se mete dentro, muy adentro.