Cuando era estudiante de periodismo leía una revista delgadita que se llamaba 100 días, era editada por el Centro de Investigación y Educación Popular, Cinep, y aunque no sabía mucho sobre quiénes la escribían, sus textos mostraban un país que no pasaba por los medios. Las investigaciones eran agudas, bien argumentadas. Valoraba también las voces de seres humanos de diversas regiones del país que entregaban visiones únicas con marcas distintivas en sus lenguajes. Una riqueza del mundo rural que Cinep sabía poner en el mejor de los contextos en medio de una guerra que reviste hoy con nuevos ropajes.
En mayo de 1997, escuché la noticia de que Elsa Alvarado y Mario Calderón, ambos investigadores de Cinep, habían sido asesinados. Me enteré entonces que eran esposos y que vivían en un modesto apartamento en el barrio Chapinero de Bogotá. Hasta ese lugar, llegó un grupo de paramilitares, que se hizo pasar por agentes del Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía, eran los asesinos.
Esos dos nombres: Elsa Alvarado y Mario Calderón hacían parte de los investigadores que escribían aquella revista 100 días, la visión más honesta del conflicto armado, siempre con las voces y las historias de las víctimas. Con los años, las investigaciones revelaron que sicarios de la banda Las terrazas, al mando de alias Don Berna, habían sido los autores materiales del crimen, en el que también murió, el padre de Elsa Alvarado.
Éver Veloza, alias HH, quien fue vinculado como autor intelectual del crimen, reveló aquello que parecía un secreto: que en la maniobra de los paramilitares para asesinar a los investigadores de Cinep participaron miembros de la fuerza pública o agentes del Gobierno de turno. Una práctica que también se evidenció en las masacres de El Salao, Macayepo y Chengue, para mencionar las más atroces, ocurridas en el Caribe, en la región de Montes de María.
Para entonces, el nombre del padre Pacho de Roux, ya era un referente de construcción de paz en los territorios y la voz más coherente y confiable para valorar las acciones de las guerrillas, los paramilitares o las fuerzas militares. En los 70, luego de ordenarse sacerdote, hizo una maestría en Economía, luego un doctorado en la misma área en la Universidad de la Sorbona. A comienzos de los 80, optó por una nueva maestría, en la Escuela Londinense de Economía y Ciencia Política.
Su visión de la realidad colombiana, la que conocía muy de cerca por sus investigaciones en Cinep, y sus estudios en economía, le permitieron desarrollar, a partir de 1995 el llamado Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, iniciativa que se propagó a otras regiones del país. Allí, el padre Pacho de Roux tuvo la posibilidad, además de seguir con sus investigaciones, gestionar proyectos para las comunidades, porque sabía que el desarrollo era el camino para llegar a la paz y no lo contrario.
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El padre Pacho fue reconocido como un hombre de respeto, un ser valiente que enfrentó con diálogo, sensatez, cordura, pero sobre todo con actos de coherencia, a todos los actores armados
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En aquellos años, el Magdalena Medio era un territorio de dolor, que iba de ribera en ribera por los departamentos de Santander, César, Antioquia y Bolívar, en su parte más al sur. El padre Pacho de Roux fue reconocido como un hombre de respeto, un ser valiente que enfrentó con diálogo, sensatez, cordura, pero sobre todo con actos de coherencia, a todos los actores armados. Allí, en las orillas del gran río de los colombianos supo escuchar a las víctimas y supo que ese programa de desarrollo y paz podría replicarse y expandirse a otras regiones de dolor.
El jueves pasado, el padre Pacho Roux, en calidad de presidente de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, decidió levantarse de la mesa y dar por cancelado un simposio en el que también estaba invitado el coronel Hernán Mejía Gutiérrez, condenado por sus alianzas con paramilitares y vinculado a ejecuciones extrajudiciales, en los sonados casos de “falsos positivos”, nefasta práctica de agentes del Estado.
El simposio era una actividad académica en el que se reflexionaría sobre Homicidio en persona protegida (falsos positivos en el argot popular), convocado por el comisionado Carlos Guillermo Ospina, un mayor retirado del Ejército, experto en inteligencia militar.
Entre militares, exmilitares y otros líderes de la derecha del país, la acción del padre Pacho de Roux fue calificada como descortés; atentado contra la libertad de expresión de los militares invitados, entre otros, el coronel Mejía Gutiérrez, quienes no pudieron presentar sus visiones sobre el tema de los falsos positivos.
La respuesta del padre Pacho de Roux fue inmediata. Explicó que el coronel Mejía Gutiérrez tiene seis procesos de homicidio a persona protegida o ejecuciones extrajudiciales o “falsos positivos”. “Ha negado responsabilidad —siguió De Roux— y la Comisión ha recibido grupo de víctimas de esos casos. En esas condiciones la Comisión, por decencia con las víctimas […] no puede dar una plataforma en la que el coronel haga una legitimación pública de su comportamiento, cosa que él ha hecho ya, legitimando su conducta en otros escenarios”.
El ejemplo del padre Pacho de Roux es claro. No es posible compartir la mesa con la indignidad. Mucho menos con el indigno. A lo mejor, si decidiéramos levantarnos en estos momentos en que el país se hunde en la corrupción, lo más seguro es que la mesa quede vacía.