Todos estamos atrapados bajo el "efecto Uribe". De lo contrario jamás hubiera escrito esta nota y ustedes no hubieran sentido curiosidad de leerla. Álvaro Uribe Vélez implica precisamente eso: una especie de morbo, fetiche, idolatría, amor u odio expresado en proclamas de apoyo, o, por el contrario, de un total rechazo en su gestión política.
Por más apolítica que una persona pueda considerarse, siempre tendrá algo que decir del presidente Uribe. Curioso por cierto, dado que aunque hace 10 años terminó su segundo mandato en la presidencia, aún sigue siendo en el corpus mental de muchas personas, el eterno presidente de Colombia.
Quizá todo esto ocurra gracias a lo que representa en sí mismo el actual senador. En medio del declive estrepitoso de los partidos tradicionales (el conservador y el liberal) a finales de los años 90, un electorado agotado de los caciques regionales, encontró muy llamativo el lenguaje neopopulista de Uribe. Este condujo una poderosa personalización política que hoy se expresa en el fanatismo con el que se le rinde culto por parte de sus afiliados electorales.
En parte las promesas de Uribe sobre el desarrollo del país pudieron cumplirse. Sí creció la economía, pero gracias al buen precio del petróleo durante sus dos gobiernos y el impulso del neoliberalismo que nos legó Cesar Gaviria. Sí aumentó la inversión extranjera, pero sacrificando la economía nacional (ni se diga con el TLC con Estados Unidos). Sí mejoró la seguridad, pero promoviendo directa o indirectamente mecanismos no muy amigables con los derechos humanos.
Respecto al último ítem nombrado por él mismo como "la seguridad democrática", existe un fuerte discurso antiguerrillero, ligado al fortalecimiento de las fuerzas armadas para combatir eso tan mencionado en estos días: el castrochavismo.
Lo cierto es que lo anterior es un claro legado de la Guerra Fría y de la intervención que estratégicamente hace Estados Unidos en nuestro país. Además, fue clave un hecho de gran impacto a nivel internacional: los atentados sobre el World Trade Center, el 11 de septiembre del 2001. Lo menciono porque a partir de entonces y más que nunca en la historia política de Colombia, la lucha contra el terrorismo nacional e internacional, tendría un eje central en la agenda política, así como en la de muchos países (Estados Unidos con Al-Qaeda, Israel con Hamas o la Segunda Intifada, España con ETA, y así muchos casos más).
La retórica anticomunista, antiterrorista y antiguerrillera generaron entonces otro punto especial del "efecto Uribe". Lo vemos todos los días en la prensa, redes sociales y en las calles. Es la constante sensación de amenaza, de inminente caída del gobierno de turno ante el comunismo internacional, representado supuestamente por Petro o Iván Cepeda en alianza con el régimen venezolano.
Así estamos: en estado permanente de guerra y corriendo a refugiarnos en nuestro búnker (mental y físico) bajo los sonidos de las sirenas. El "efecto Uribe" ha hecho creer a muchos que caeremos en el comunismo, cuando lo máximo que llegó a Colombia del comunismo soviético fueron los autos Lada Riva y Lada Niva, que aunque toscos y estéticamente feos, no son un peligro real para los colombianos.
Entonces el patriotismo y el militarismo en pro de una supuesta causa nacional que ha causado tantas muertes, masacres, desaparecidos y desplazados, son una contradicción contundente al sentido común. Por no decir un insulto. En el actual escenario mundial, no encuentro nada provechoso para la mayoría de población colombiana, fomentar esos enemigos internos (Farc, castrochavismo, petrismo, etc) y peor aún, estimular y sostener una guerra interna que aunque no lo quieran ver, deja muy mal parado al Estado colombiano.
Solo en un Estado débil, sin soberanía real ni capacidad gubernamental en sus territorios, puede engendrar una guerra tan absurda como la visualizada desde hace décadas en nuestro país. Por supuesto, el narcotráfico y la corrupción han ayudado mucho al conflicto, multiplicando los actores implicados en el mismo.
Por eso ahora llegamos al punto en el que el "efecto Uribe" y la concentración excesiva de poder, han hecho del Centro Democrático una mera fachada que nada tiene de "centro", ni de "democrático", y al actual presidente Iván Duque, un engranaje más en el accionar de Álvaro Uribe. Lo que queda es una escasa gobernabilidad y un futuro poco esperanzador para los colombianos.
Lo más peligroso en el "efecto" es después de todo su legado: los uribistas, personas con un claro vacío ideológico y con un alto contenido de fanatismo. Por eso se equivocan quienes celebran la detención domiciliaria de Uribe (cada cual tendrá sus convicciones) como un paso hacia su exclusión total de la vida pública, política y de cualquier índole. Uribe, a pesar de todo, es alguien por lo menos consciente e ilustrado de su pensamiento político, es lo que llamamos en política "un halcón", ¿pero y el resto? Sinceramente no llegan ni a palomos y si mucho habrá una Paloma, pero de resto nada.
Cabe preguntarse cuál sería el efecto final sin Uribe en el escenario. ¿Ocurriría acaso algo similar a cuando dieron de baja a Pablo Escobar? Por lo visto el narcotráfico y la violencia, en vez de disminuir, se expandieron y colmaron lugares nunca antes imaginados. ¿Algo así pasaría con Uribe en la política?, ¿podemos calcular el "efecto"?