Yo no concibo un ecologismo que no sea pacifista. Y lo digo, así en general, porque las guerras contemporáneas aún más destructoras del medio ambiente de lo que solían serlo, con la notable excepción de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. La gente de mi edad recuerda las imágenes de centenares de pozos de petróleo de Kuwait, ardiendo incontrolados durante la primera guerra del Golfo pérsico. Produciendo una contaminación aún más grave que la que produjo el bombardeo aéreo de Bagdad, que fue tan intenso que, según la crónica magistral de Oriana Fallaci, los cazabombardeos norteamericanos debían esperar bastante tiempo antes de que les dieran el turno de bombardear a la ya muy castigada capital de Irak. Y aunque nunca vimos imágenes de los castigos sufridos por los afganos, cuando les tocó el turno de víctimas sí que supimos que habían sido objeto de los aterradores “bombardeos de alfombra”. Bombardeos de saturación, que literalmente cubren sus objetivos hasta reducirlos a cenizas. Y qué decir de la Franja de Gaza a la que en cuatro meses largos las bombas israelíes han convertido en un montón de ruinas. Sí esto no es agredir gravemente al medio ambiente díganme entonces qué lo es.
Pero a los colombianos no nos hacen falta remitirnos a esas demoledoras experiencias para hacernos una idea de cuan dañinas resultan las guerras para el medio ambiente. Nosotros llevamos medio siglo padeciendo la “guerra contra el narcotráfico”, que, aparte de sangrientos choques armados, incluyó los inclementes bombardeos con glifosato que han dañado la vegetación, intoxicado a la fauna y envenenado los acuíferos de enormes extensiones de nuestras selvas, incluidas las que debían ser protegidas de las reservas naturales.
Cierto. Estos bombardeos afortunadamente se han detenido, pero la guerra aún colea y por lo mismo no deja de hacer daños. Como lo demuestra el caso de la Isla Gorgona, un paraíso terrenal de una biodiversidad incomparable, cuya extraordinaria importancia comprendió bien el gobierno nacional que cerró el penal que administraciones anteriores habían construido en ella y le otorgó el carácter de reserva natural. El mismo que hoy está gravemente amenazado por el plan de construir en él una base naval, cuya existencia nuestros mandos militares intentan justificar recurriendo al argumento de la sedicente “lucha contra el narcotráfico”. O sea que la tal base resulta indispensable para los guardacostas de la armada nacional que patrullan el Pacífico con el fin de interceptar a las embarcaciones que utilizan los contrabandistas para llevar la cocaína a México. Al mismo México al que las autoridades de Washington tienen hoy en la mira, pero no por la cocaína precisamente, sino porque lo acusan de consentir la existencia de los laboratorios de fentanilo, la sustancia sicotrópica cuyo consumo vicioso causa miles de muertes al año en los Estados Unidos de América. Algunos de sus parlamentarios más vociferantes y exaltados han llegado hasta el punto de exigir que se envíe a los marines a destruir manu militari los dichosos laboratorios.
Tengo la sospecha de que Gorgona es un eslabón más de la cadena de bases militares que el Pentágono está construyendo en el litoral Pacífico de Centro y Suramérica, con el fin de responder a la “amenaza china”
Me temo, sin embargo, que la estéril “lucha contra el narcotráfico”, no es la única razón que explica la implantación de una base naval en la isla de la Gorgona. Tengo la sospecha, no del todo descabellada, de que la misma es un eslabón más de la cadena de bases militares que el Pentágono está construyendo en el litoral Pacífico de los países de Centro y Suramérica, con el fin de responder a la “amenaza china”. En concreto a un hipotético ataque contra el canal de Panamá, que se produciría en el caso de que la actual estrategia de “contención” del gigante asiático se transforme en guerra abierta. Y si faltara algún dato para alimentar esta sospecha, ahí esta el caso de las islas Galápagos, una reserva natural incomparablemente más valiosa que la isla Gorgona, que está en vías de convertirse en una formidable base aeronaval de los Estados Unidos. Al servicio de sus guerras.
Me reafirmo en lo dicho: el ecologismo tiene por fuerza que ser pacifista.