Uribe Vélez emerge en el turbulento panorama de la vida nacional al comenzar el siglo XXI, tras el fracaso de los diálogos de El Caguán. La nación colombiana sumida en la incertidumbre y desconcertada por dos presidencias desastrosas, las de Ernesto Samper y Andrés Pastrana, encuentra en el enérgico político antioqueño un mesías lleno de promesas. La promesa de la derrota de las Farc, una portentosa organización armada que se entendía como la big brother de la subversión comunista en un mundo sin un muro de Berlín, fue el destino manifiesto de un exgobernador muy cuestionado, pero admirado por las Convivir.
El mesías antioqueño, que afectaba su voz y seducía por el abuso de sus diminutivos siniestros, se elevó como un elemento adorado en el cielo despejado para la mayoría de los colombianos que le giró un cheque de confianza sin fondos. La comunidad colombiana parecía así revivir en medio de esperanzas inéditas, llena de euforia vengativa y cohesionada al son de los tambores de guerra que prometían, ya no bienes como casa, carro y beca, sino la cabeza del secretariado fariano, de Marulanda Vélez para abajo.
La lucha se presentó bajo el signo de lucha a muerte entre titanes, uno encarnado en la figura menuda del hacendado paisa, y el otro camuflado en la selva impenetrable, de barbados rufianes desalmados. Desde el modestísimo tendero de esquina hasta las juntas directivas del especulador sector financiero se comieron el cuento del fabulador montañerito (un San Antoñito carrasquillano revivido), para mayor Gloria de la Nación en peligro supremo.
La lucha fue a muerte, y así como Uribe Vélez se armó con los dineros y la estrategia del Plan Colombia, las FARC multiplicaron los frentes de guerra, como lo venía haciendo desde el Mono Jojoy, quien reclutó solo en el frente oriental cerca de doce mil en el año posterior a los desdichados diálogos con el inútil hijo del inútil Misael Pastrana Borrero. Fue una lucha homérica, aunque con héroes y villanos construidos por la prosa empobrecida y la verba tóxica de la prensa local.
Esta lucha decidida y sin tregua contra las Farc, que fue el símbolo mesiánico del todopoderoso mandatario de los colombianos, era la fuente y razón de su poder y la razón de sus desvelos como padre putativo de la nación. “Trabajar, trabajar, trabajar” fue su lema laboral. “Cortarle la cabeza a la serpiente de las Farc”, su gritó de combate. Su laboriosa heroicidad tocaba la más honda conciencia del huérfano psíquico que era el compatriota sin guía; sus ademanes autoritarios, la razón de la admiración casi histérica de que gozó (sin merecerlo), mientras la organización guerrillera, que caía cada vez más en el descrédito y el odio popular aumentaba, se sometía a la misma lógica del combate a muerte y donde todo vale.
Tal vez nunca antes las Farc había encontrado un motivo más fuerte de su lucha subversiva y así recreaba el mitologema organizativo del inminente triunfo revolucionario, mientras combatía no sin valor, contra todos los molinos de viento que se cruzaran por el tortuoso camino.
La lógica guerrera que elevaba a Uribe Vélez al cielo esperanzador de millones de colombianos durante su dos mandatos presidenciales, operaba en sentido inverso para un guerrilla revolucionaria que se parecía cada vez más una secta de rebeldes desalmados (esto era el remanente que se recreó en el subconsciente colombiano) y no alcanzó a medir las enormes consecuencias de carecer de una organización partidista, como antes lo había sido el Partido Comunista, que orientaba políticamente su accionar militar.
Los excesos de uno legitimaban los excesos de la otra, y entre ambos alimentaban la sed de venganza con una convicción sin fisuras. La fuerza de la “seguridad democrática” (que contenía una contradicción irresoluble: “los litros de sangre” no se avenían al texto constitucional) garantizó y estimuló a su enemigo mortal a proceder con las reglas contrahechas, en una aventura bélica desafortunada, mírese hoy por donde se le mire.
Los errores y crímenes de guerra ensombrecieron el cielo de Colombia, de lado y lado; los miles y miles de falsos positivos como táctica militar de terror y exterminio del Estado bajo Uribe Vélez y el bombazo que acabó con la iglesia en Bojayá con cientos de víctimas civiles (niños, mujeres, campesinos que allí se refugiaban), por las Farc, marcan la piel de los recuerdos más tristes y la irreparable pérdida inútil de esas vidas sacrificadas por el infernal mandato de una épica contrahecha.
El proceso de paz y la final firma atropellada de los Acuerdos del Colón fueron el principio del fin de la era uribista, la herida lenta pero mortal del mesías de pies de fango de Uribe Vélez. La comunidad imaginada de una Colombia cohesiva y entusiasta por un presidente que sin charreteras velaba todos los días y las noches (sin descanso dominical) por sus hijos amados y mataba más bandidos que todos los uniformados de cuatro soles, ese hombre providencial (Colombia se volvió bi-teísta: tenía dos dioses, el de la Biblia y el de Palacio de Nariño), se quedó sin qué hacer tras los Acuerdos de paz.
Mejor dicho, solo les quedó a Uribe Vélez y a su banda del Centro Democrático buscar hacerlos trizas, mientras las extintas Farc se disponían a transitar a una legalidad que no solo les ha sido mezquina, sino que ha fracturado, por dentro e irreparablemente, la anterior portentosa y temidísima organización guerrillera. Mientras pues Uribe Vélez temía, no sin razones de intuición profunda, que su ocaso como mesías salvador tenía los días contados, tras los acuerdos de paz, las Farc daban un paso sobre un abismo inédito al organizarse como partido legal y someterse a la lógica implacable del mundo electoral, donde les ha ido como perro en misa.
Uribe Vélez, con su empeño de negar la legitimidad de los acuerdos de paz, y el hoy Partido Comunes, que opera fielmente bajo las reglas impuestas por el mismo acuerdo (se someten a la justicia de la JEP, por ejemplo), pero sin las uñas de los fusiles, comparten el mismo destino al cabo. El proto-hombre que quiso encarnar las ilusiones perdidas de la comunidad colombiana, y los miembros de las extintas Farc, se ven en un callejón sin salida.
La irreparable fractura interna del Partido Comunes, expresión de la división irresuelta de los antiguos miembros del Secretariado, es la expresión no solo de una transición traumática a la legalidad turbia, sino de la misma pérdida de fuerza cohesiva que los había mantenido unido en armas por más de cinco décadas.
Cinco años de legalidad hizo más mella que cincuenta años de lucha subversiva por la misma razón de que su razón de ser era la revolución armada, la toma de poder bajo un modelo marxista-leninista, y hoy esos temibles tiburones de mar abierto, se encuentran en una pecera propia de cultivo de comestibles tilapias. Los antiguos enemigos irreconciliables y que se justificaron el uno contra la otra, comparten la derrota política, el fin de una era histórica de enorme trascendencia para Colombia.
La muy posible y muy deseable derrota en las urnas del uribismo el próximo 29 de mayo parece una fábula (si no fuera por el dolor inmenso que ha dejado esta guerra civil sin concluir) que tiene una moraleja al azar: todas las formas de lucha bajo la doctrina anti-comunista del enemigo interno están política y moralmente desuetas, y todas las formas subversivas armadas (el asalto a los imaginarios Palacio de Invierno) requieren de una revisión histórico-materialista a fondo, sin desvirtuar la materia humana que lo pudo inspirar.
La desesperada guerra sucia del Estado colombiano, de la campaña de Fico, del gran empresariado colombiano contra el triunfo de Gustavo Petro-Francia Márquez solo hace recordar la idea popular de que nunca araña más el gato que en sus estertores moribundos. Olvidan estos, en sus gárgaras de espanto, que la psicosis de guerra que presidió a Uribe Vélez y fue su motivo dominante, es ahora un arma de doble filo, la estocada final contra sí mismos y a favor del merecido futuro diferenciado de la Colombia humana. Su eclipse trasnochado.