El ebiru-virus

El ebiru-virus

Un fragmento de Corrumbia, el más reciente libro del periodista, caricaturista y humorista José Edier Gómez Espinal

Por: José Edier Gómez Espinal 
abril 05, 2021
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
El ebiru-virus
Foto: Facebook @joseedier.gomezespinal

Érase que es. En un reino de muchos reyes injustos, perversos, tiranos; con unos súbditos ciegos, tontos, sordos; con un grupo de notables que disfrutan de unos y otros; es decir, tanto de los malos gobiernos que se suceden indefectiblemente como de la imbecilidad y sumisión de sus habitantes, estos notables, picados por no se sabe cuál nueva afugia, deciden realizar un fantasmagórico aquelarre que les permitan crear no saben qué, pero que les dé más poder. Un poder, si no infinito, al menos por varias generaciones más allá de las setecientas treinta y nueve que ya tienen aseguradas durante las cuales han gozado y gozarán de todos los privilegios y prebendas. A ese aquelarre asiste lo más granado del reino: cortesanos, generales, nobles de la más alta prosapia y alcurnia, señores feudales de gran fortuna, con sus duques y marqueses. Pero sumados no son más que cincuenta y tres. A manteles se reúnen y en una liturgia gastronómica, mientras engullen, deliberan: “Es el momento de refundar el reino.”

¿Qué los motiva a este paso? Lo tienen todo. Pero siempre sucede que quien todo lo tiene, ese todo no es suficiente y quiere más, mucho más. (La pobreza de los miserables todavía suelta cascajos y esos cascajos valen, lo que sea que valgan). ¿O conoce usted un poderoso, rico o aristócrata que diga: ‘Hasta acá llego, no quiero un peso más’? ¿O que no quiera tener un nuevo título, o que no desee fervientemente invadirle la tierra al vecino? Si algo tiene la ambición de poder o de riqueza es que es como un cáncer que crece y crece, come y come y mientras más come, más hambre tiene. Estos señores de alta alcurnia, hijos de los innobles conquistadores, de quienes la historia habla infinitas mentiras laudatorias, no tienen otra misión en sus vidas que poseer y poseer, invadir, avasallar, violar vidas y honores. Así, desde su llegada a este que no era su reino, pero que, gracias a la pólvora, la espada, un crucifijo y el terror, asumieron como suyo, con todo y sus gentes, sus riquezas, sus culturas. Culturas a las que fueron destruyendo hasta no dejar rastro ni de lengua, ni de religión, ni de costumbres.

Desde la conquista, la colonia y, para completar, la falsa independencia, ocasión que los hijos de esos conquistadores y colonizadores aprovecharon para hacerse al poder y riquezas que sus padres aún tenían, enviándolos de vuelta a España, para quedarse ellos con todo. Y lo lograron. Porque, así como hace 500 años sus antecesores impusieron sus leyes de mentiras, saqueo, corrupción y violencia; hace 200 años se afianzaron en el poder tras la expulsión de los restos de europeos (españoles), para darles paso a otros europeos (ingleses, franceses) con quienes hicieron la guerra y saquearon el país entero. Luego vino una etapa sangrienta de guerras intestinas, corriendo alambrados, moviendo fronteras, expoliando a los negros, indígenas, campesinos, pardos de todos los tintes de color. Avasallamiento que sigue y se reconoce como la Historia del país. No han cesado en su ambición, en su codicia, en su sevicia. Despojan al campesino de su tierra y lo mandan a mal morir en las ciudades donde sin empleo y sin educación, lo condenan a la esclavitud de la miseria. Pero siguen saqueando.

Primero el Estado era el más poderoso generador de empleo y de servicios públicos, a pesar de la corrupción; ahora, con la llegada de la globalización y con ella de las privatizaciones al por mayor, quienes eran dueños de los puestos en el Estado o gobierno, ahora son dueños de esas empresas privadas de servicios públicos. El Estado incrementa los impuestos y los privados aumentan las tarifas. Siguen las privatizaciones y la ley los protege. Los agroindustriales y ganaderos (terratenientes) expropian a los pequeños propietarios de tierras, amparados por ejércitos privados aupados por el mismo Ejército Nacional. No hay empleo, no hay justicia, aumenta la violencia. La guerrilla apenas si suena y los pobres siguen tributando de su miseria. Pero además está la tierra, de la que son dueños absolutos; pero el subsuelo… ¡Ah, el subsuelo! El subsuelo es mucho más rico, aunque no inagotable. La minería. A esa hay que sacarle la mejor tajada. Además, algunos vecinos se han alborotado y eso puede influir en estas cabezas huecas y llenarlas de ideas peligrosas para el estado de privilegios actual. Así que es mejor ir a la delantera: atacar antes de que suceda lo que puede suceder. Expuestas estas y otras razones, como introito a la misa, se hace lectura de mensajes y proyectos que generen acuerdos para profundizar en las circunstancias históricas.

De entre todos, como un anhelo oscuro, se enciende un deseo: No estamos nada mal, pero podemos estar mucho mejor. Es el momento. En todo el mundo se fortalece el sistema que reafirma a los reyes, príncipes y poderosos, tan solo atornillándose en el poder y convirtiendo los Estados en simples departamentos o divisiones de las grandes empresas, sin escrúpulos sociales o morales de ninguna índole. ¡Además, es una orden del Imperio! Entonces, la opción es inaugurar un nuevo período histórico que eche las bases infinitas de poder de los siempre poderosos. ¿Tenemos peligro de perderlo? ¡Claro! Entre nosotros están los traidores. ¿Quiénes? Por ahí van apareciendo. Pero lo mejor es irlos desenmascarando de una vez. ¿Cómo? Creando un solo código de poder, un solo líder, una sola bandera, un solo culto, un solo lenguaje. Así nos evitamos grupúsculos aquí o allá. La conversación se pone buena, porque algunos se sienten señalados; pero no pueden rechistar. Así que se acoplan.

¿Y, quién puede ser ese líder? Debe ser alguien sin mancha; o mejor, alguien que cargue en una sola mancha, todas nuestras manchas más vergonzosas. Que sea la mácula total. Pero eso, solo los viejos podrían serlo, los viejos zorros del reino, que vuelan como dragones, echan juego en cada abierta de sus fauces y se tragan feudos enteros de un solo tarascazo. Pero esos viejos son muy notorios. Debe ser un ente con capacidad de camuflarse, que un día se lo crea de un color y aparezca de otro, indestructible, poderoso; todo eso además de una insospechada juventud que puede negociarse. El tiempo apremia. Ante los embates de un virus enfermizo que cala en estas huestes ciegas, se han creado antídotos de cruzados caballeros, como nuevos cides; pero hacen mucho ruido, están muy desorganizados, van en barahúnda destruyendo todo a su paso; por eso salen muy costosos. Es decir, que ese líder debe ser alguien con capacidad de aglutinar sin razones aparentes, solo por su fuerte presencia.

Todos los brujos, magos malvados, hechiceros de los feudos deliberan, escuchan propuestas, descartan… Sigue la macabra ceremonia a la que sacrifican más de cuatro mil seiscientos veintitrés seres a los que señalan presuntos servidores de las huestes ciegas. Esa mortandad y el cúmulo de atrocidades presentes y pasadas, gritos, lamentos, destrozos, despojos, ponen a bailar, reír y cantar a estos brujos, magos y malvados del reino, quienes se entrelazan en vulgar orgía de hedores y gruñidos. De esta batahola, después de un remezón del lugar, que todos interpretan como una señal, brota de alguna parte una cosa que nadie puede ver en principio, pero luego toma forma informe, gaseosa, poderosa en su hedor, rugiente: “¡Abran paso, hijueputas, malparidos, parranda de maricones, que aquí llego yo!” El espíritu anhelado se manifiesta. ¡Por fin! Humo negro, por fin. Luz roja para sembrar del mayor terror estas tierras prodigiosas. Los brujos, magos, malvados, sacerdotes, vociferan la gran nueva, el nuevo evangelio. El sacrificio y posterior entierro en fosas comunes de unos cuantos cientos de miles de estas huestes ciegas, nos dan el poder infinito, o casi infinito.

El ente, esa cosa, saluda a cada uno de los contertulios a quienes identifica como sus compinches de siempre. Son conocidos de fechorías, tráficos, crímenes colectivos, contratos leoninos, construcciones fraudulentas, empresas funestas, bancos invisibles y todo lo que produzca mucho dinero para comprar cargos nobles en el reino, jueces y ejércitos de mercenarios. Ese pacto se firma con todo el dinero que sea necesario. “¡Tenemos un nuevo rey!” Se ríen todos de la gracia; pero un temblor de felicidad los embarga. Sin embargo, se pacta también un silencio moderado. La felicidad hay que compartirla por cuotas, gota a gota. Los pregoneros del reino van soltando un día sí dos días no, pequeñas noticias que en las mentes ciegas y huecas se van incrustando como el nuevo evangelio, el nuevo culto. Pero, más que las noticias, rueda, se expande, se compenetra en las cabezas sin seso y ciegas y sordas y tontas, nuevos sentimientos de fervor, de odio, de una extraña calentura infecciosa que produce, imbuido por decisiones colectivas estúpidas, enfrentamientos violentos, como cuando se rastrilla una cerilla en un pajonal o en un potrero seco en verano.

Cunde el fervor y en muy poco tiempo ese ser, esa cosa, ese ente llega a ser realmente rey: Reibu, le llaman, o Irebu, o Iebur, o Ebiru, o Ibuer y así múltiples nombres y atributos; pero no es un apellido, ni una marca: es una sombra con forma de secta que crece y crece. Su fama opaca todas sus fechorías. Una entidad del imperio se encarga de mantener su imagen intacta, libre de acusaciones, denuncias y condenas. Allá en el imperio donde también lo desean, pero para otra cosa. Su poder es inmedible, tanto como su riqueza. Nada sucede en el reino sin que él lo sepa y lo apruebe o desapruebe. Y aunque no se sienta en el trono, es él quien manda desde donde quiera que esté. Un solo gesto erige en héroes a los bandidos y condena a los humildes y a los honestos, que ya son muy pocos. Pero aún no logra una de sus misiones, más ambiciosa, más importante: armar una guerra. No son suficientes para él y sus secuaces todas las muertes, todo el dolor, toda la devastación que han causado: el ente, la cosa, quiere más; y, como fiel servidor del imperio debe encender guerras o guerritas con los vecinos molestos.

Debe hacerlo para que el imperio no venga a cobrarle una deudita que tiene pendiente. Nos aterra saber que nada lo destruye y los pocos que se atreven a acusarlo, o tienen que tomar sus cápsulas de cianuro o caen en trampas que las mismas huestes furiosas, tontas, ciegas, tienden para acallarlos y su acusación se vuelve boomerang. Nos aterra que, día a día, aumenta la furia, se hace más y más ciega y tonta y sorda; y, aunque sabemos de su poder no alcanzamos a dilucidar cuál es la batería que lo mantiene vigente. Sospechamos, eso sí, que esta batería podría ser la mención permanente de su nombre y sus hazañas, o su marca, en todo el territorio del reino. Como los dioses (y él se proclama o lo proclaman dios) y algunos monstruos mitológicos, su poder se alimenta con la adoración de los creyentes ciegos y tontos y sordos. Cada que se menciona, ese rumor contamina y el mal aumenta. Entonces, confiamos en que una primera forma de debilitarlo hasta cuando podamos anular su infección y todos sus efectos, es evitando su nombre, su marca, su culto. Silencio por años hasta que desaparezca el engendro.

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