No soy una gran aficionada del fútbol en general, sin embargo, soy admiradora de Barranquilla y, como muchos otros, creo que el Junior y lo que representa el equipo hace parte de la identidad barranquillera. Así que cuando mi papá me invitó al estadio Metropolitano para ver la final, no solo accedí a ir al escenario deportivo más importante de la ciudad, sino que durante el trayecto iba emocionada y feliz.
Mi hermano menor, quien nos acompañaba, ciertamente no disfrutó el camino que nos llevó desde nuestra casa hasta la ciudadela. Él iba muy preocupado porque creía que, aunque habíamos comprado las boletas con días de antelación para ver el partido desde la tribuna oriental, finalmente nos tocaría verlo prácticamente desde la tribuna norte o peor aún, nos quedaríamos sin poder ingresar. Muchas personas que compraron boletas se quedaron afuera. ¿Por qué un juniorista, como mi hermano, debe preocuparse por algo así?
Aquí y en todo el mundo, los estadios tienen un número de sillas determinado que debería coincidir con la cantidad de boletas que comercializan los dueños del espectáculo. Si no se puede garantizar un asiento en específico, al menos un cliente y aficionado que compre para la tribuna occidental o sur, por ejemplo, debería tener la tranquilidad de que encontrará una silla por la que pagó en la localidad de su preferencia.
Mi papá, mi hermano, mi novio y yo llegamos al estadio a las 5.30 de la tarde, dos horas antes del pitazo inicial del partido Junior vs. Pasto. “Las filas” (si es que así se le pueden denominar) llegaban hasta las cercanías de Metrocentro. Otras personas que estaban allí previamente nos indicaron que las puertas (o la puerta, porque cuando conseguí entrar al recinto solo vi una puerta abierta) las habían abierto 30 minutos antes, a las 5 en punto.
Mientras caminábamos hacia el imposible final de “la cola”, nos dimos cuenta de que mi papá no seguía a nuestro lado. Nos devolvimos. Cuando lo encontramos, él estaba formado en una de las filas. Pues bien, nos quedamos allí. No sé cómo, luego de unos minutos, ya no estábamos en una fila, sino que nos encontrábamos en medio de una avalancha humana. Enseguida me di cuenta que no podía moverme a voluntad, que sentía los órganos comprimidos, que me estaban pisando los pies, que tenía dificultades para respirar bien y que gran parte de las personas que estaban a mi alrededor medían entre 10 y 20 centímetros más que yo (yo mido 1.66).
Le avisé a mi familia por lo que estaba pasando y ellos, que estaban más calmados, hicieron lo que pudieron para protegerme y ayudarme a generar un poco de espacio entre las demás personas y yo. El sol empezó a esconderse y aquel disparate no avanzaba. Para entonces, el vaivén de la gente había dejado a mi papá y a mi hermano dos metros más adelante del lugar en el que permanecía con mi novio. Ellos lograron entrar.
Ya era de noche, el partido estaba por comenzar y todavía yo estaba allí, sin poder entrar, sin poder irme, sin poder moverme. La multitud, que ya estaba desesperada, empezó a empujar y derrumbó las barandas separadoras de cerveza Águila. Ese fue el momento más crítico de mi desastroso intento de ingresar al estadio: entre 3 y 5 hombres corpulentos cayeron sobre mí. Sentí temor, desesperación, impotencia, decepción de que me tocase vivir esa pesadilla en Barranquilla... de mi entusiasmo inicial ya no quedaba ni el recuerdo. Tuve suerte de que aquellas personas cayeron sobre mi cuerpo, pero no sepultaron mi cabeza; gracias a eso pude respirar e intentar mantener la calma mientras los caídos se levantaban.
A partir de entonces, mis pensamientos no incluían la pretensión de ingresar al estadio o ver el partido, yo solo pensaba en salir sin lesiones de ahí, o por lo menos con vida. Cuando consigo levantarme del suelo y me cercioro de que mi novio —quien también había sido derribado— estaba bien, me doy cuenta que dos caballos de la policía están justo a un lado. Un policía grita “voy a pasar”. En medio de esa vorágine, qué pasaría si los caballos se asustan. Una patada de esos caballos sería mortal. Me salí de ese embrollo. Ahora que tenía más espacio, debido a la apremiante cercanía de los caballos, corrí hasta lograr separarme del tumulto.
A las 7.30, el partido ya había empezado, habilitaron una fila solo para mujeres. Cuando llegué al torniquete me percaté de que me habían sacado el celular del bolsillo. En el aparato tenía el código QR de la boleta que había comprado por internet. Les expliqué a las personas de logística y también a los policías todo lo que había pasado. Ellos me sacaron de la fila y me dijeron que no podían darme una solución. En ese momento, mi familia completa había logrado entrar y yo estaba afuera, con el deseo de irme, pero esperando a petición de mi pareja.
Mi desilusión fue total. No vivo en Barranquilla hace un año por motivos de estudio y trabajo. Pero cada día pienso y añoro volver a estar en mi ciudad. Desde ayer, me cuestiono si la imagen que tengo de La Arenosa no es más que una fantasía. La realidad es que hoy el Heraldo pudo estar frente a la lamentable obligación de reportar junto a los pormenores de la camisa azul de Comesaña, titulares como “Muere niño asfixiado en las puertas del Metro” o “Un caballo de la policía aplasta a afición juniorista”. ¿Es esto lo que están esperando las autoridades del distrito y los que se lucran del negocio del Junior? El precio de la inoperancia, la omisión y la irresponsabilidad en estas circunstancias puede ser muy alto.