Quienes hemos vivido en los territorios apartados de las grandes urbes, sabemos de primera mano cómo funciona la guerra. Quienes ponemos el dolor, la sangre y la vida, entendemos que la guerra no se mide en cifras abstractas que invisibilizan el dolor.
Infortunadamente, los territorios donde vivimos miles de colombianas y colombianos, como el Catatumbo, donde yo nací y aún hago vida, existimos para los grandes medios sólo como titular de anuncio ante las tragedias que atraen “clicks” y audiencia; para los políticos tradicionales sólo cada cuatro años y, para el gobierno, sólo para anunciar más fuerza pública y hacer promesas. Tasajera, Corinto, Tibú, Mocoa, San José de Uré, entre otros, son el ejemplo perfecto. Poco o nada se conoce sobre las familias que viven ahí, sobre lo que sueñan las y los niños, sobre el esfuerzo cotidiano de las comunidades, incluso muchos no saben ni en qué lugar geográfico se encuentran.
Cuando el dolor se mide por números abstractos, la inequidad en hectáreas, el hambre en índices y la muerte en promedios, es fácil tomar decisiones y alentar los vientos de la guerra cuyos impactos e implicaciones estarán a miles de kilómetros y, seguramente, quienes tengan que soportarlas no serán ni familiares ni amigos.
Llevamos décadas de gobiernos que mandan alejados de los territorios, que nunca han sentido los dolores y las necesidades de la gente. Por el contrario, siguen decidiendo quienes no saben qué es aguantar hambre, no saben que se siente escuchar las ráfagas de los fusiles a escasos metros o tener que salir en medio de la noche dejando todo atrás. Por ello, seguimos en la guerra, no se avanza en la implementación, se hacen bombardeos, se obvia al paramilitarismo. El dolor de lo que significa la guerra nunca les ha tocado, la guerra sigue siendo un “titular doloroso” o una “perturbadora imagen en el noticiero”.
El dolor de nuestras familias, compañeros, vecinos, amigos y amigas no puede seguir siendo “un nicho electoral”, una fuente de financiación, situaciones para seguir alimentando la guerra o un simple trino “solidario” de aquellos que ni con hechos ni con acciones se han comprometido en realidad con la construcción de la paz en nuestro territorio.
Con las lágrimas aún húmedas y el dolor que con cada hecho violento nos estremece, seguimos firmes en nuestra convicción de que la única salida es la paz, que los cambios que necesita el país son de fondo, que nuestras vidas no pueden seguir siendo un número cada vez más grande.
Se necesita implementar integralmente el acuerdo de paz e insistir en la vía negociada para salir de la guerra.
El gobierno debe cumplir los compromisos con estudiantes, indígenas, campesinos y afros, con las familias trabajadoras.
Se debe proteger el ambiente, quienes lo cuidan y la biodiversidad.
Hay que desmantelar el paramilitarismo, sus portavoces soterrados, financiadores y gatilleros.
Hay que desterrar de nuestras tierras, de manera definitiva, el discurso que sigue justificando la muerte, la guerra y la inequidad del país.
La esperanza, a pesar de todo, seguirá estando en las organizaciones populares, en las y los líderes sociales, en quienes cosechan la tierra y protegen el agua, en quienes construyen la ciudad, en quienes amamos y defendemos la vida. En quienes, paradójicamente, hoy las manos criminales siguen desapareciendo y asesinando día a día.