Este discurso no puede sino producirse en el contexto de la crisis del sistema agroalimentario, de la que aún no conocemos características o dimensiones de mediano o de largo plazo. Sabemos, sin embargo, que un factor determinante se encuentra en los cambios de la geopolítica global que, en el caso de nuestra dependencia alimentaria y energética, se expresan a través de una drástica movida de la tasa de cambio que no logra compensar la caída de los precios del petróleo y la consecuente disminución de los precios de una gran cantidad de agroinsumos o del costo de los fletes, tan determinantes en nuestra producción agropecuaria.
Lo importante de este discurso, construido a la carrera por un gobierno que desmanteló los avances del acuerdo de paz en materia de desarrollo rural, es que, tal como lo ha sugerido tímidamente la propia Procuraduría (p.e. memorando 005. 27 de marzo. 2020), han ganado notoriedad y urgencia una serie de contradicciones de la política agraria y del modelo de desarrollo que exigen respuestas rápidas y contundentes en medio de la crisis:
El gobierno habla del papel protagónico de la economía campesina en este momento pero se negó a votar la declaración sobre los derechos de los campesinos y otras personas que trabajan en las zonas rurales en el seno de la ONU. Al tiempo que ha mostrado poca “voluntad política” para su introducción en el bloque de constitucionalidad, o para el reconocimiento del campesinado como sujeto de derechos.
El gobierno habla de “apoyar el trabajo de los campesinos”, pero ha paralizado la implementación de la resolución 464 de 2017 sobre la agricultura campesina, familiar y comunitaria, la ley 1413 de 2010 de la economía del cuidado, o el pliego de la Cumbre Agraria, Étnica y Popular entre otros acuerdos y leyes incumplidas.
El gobierno habló de responder ante los eventuales problemas de acaparamiento o especulación a través de una “plataforma tecnológica que relacione directamente al productor con los comerciantes en las centrales de abasto, de esta manera se elimina la intermediación”. Sin embargo el discurso no cuestiona el hecho de que, durante años, se han dirigido grandes cantidades de recursos públicos para mantener la participación accionaria del gobierno nacional dentro de las principales centrales de abastos del país. Apoyando de esta manera un modelo de comercialización que es obsoleto en su totalidad.
Paralelamente, en este discurso el gobierno se ha visto obligado a incluir categorías como seguridad alimentaria o circuitos cortos de comercialización. Vale la pena recordar acá que la pasada administración distrital desterró los mercados campesinos de Bogotá y que, tanto sus políticas sobre el uso de espacio público como el conjunto de medidas sanitarias, fitosanitarias o de propiedad intelectual, incluyendo la de las semillas, han favorecido a los grandes capitales del sistema agroalimentario en detrimento de la economía campesina.
El gobierno ha ordenado también que, ante la inminente dificultad de abastecimiento, entidades como el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), Prosperidad Social, o la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo y Desastres (UNGRD), empiecen a “apoyar el trabajo de los campesinos” a través de la compra a productores locales. Oculta sin embargo el hecho de que, durante años, una ley sobre compras públicas duerme en el congreso por el lobby de los grandes comerciantes.
El gobierno ha propuesto líneas de créditos especiales para los productores y alivios financieros con el fin de mantener la producción nacional. Parece olvidar que hace más de dos décadas privatizó el sector público agropecuario y que tanto el papel de la banca de segundo piso como el de los microcréditos es insuficiente para permitir el acceso de los campesinos al capital en condiciones especiales y diferenciadas.
Y la contradicción fundamental: el gobierno ha hablado, a través de su Ministro de Agricultura, de la necesidad de ampliar el área cultivada. Este hecho no solo habla del fracaso de programas como siembre y venda a la fija si no que nos hace recordar que buena parte del área cultivable en el país se encuentra en manos del latifundio improductivo y de la ganadería extensiva.
Por el momento, el discurso del gobierno dista de las soluciones adoptadas en la práctica. Los decretos expedidos por el Ministerio de Agricultura dentro del Estado de Emergencia Económica (Decretos 471 y 486 de 2020) parecen buscar, antes que una respuesta a estas y otras tantas contradicciones del modelo de desarrollo, la tranquilidad del sistema financiero y de los importadores y distribuidores de fertilizantes y plaguicidas en el país.