Para el año 2010, la contienda electoral había decantado en dos candidatos a la presidencia, que se disputaban la dirección de Colombia. En una esquina, Juan Manuel Santos brillaba como un faro a seguir, como el ungido del presidente de la época, Álvaro Uribe Vélez, que pregonaba que su elegido arreciaría la seguridad democrática que tanta felicidad daba a aquellos que habían podido volver a sus finquitas de media clase. Y en la otra esquina iba emergiendo la figura del profesor Antanas Mockus, famoso por su talante pedagógico y su trasero expuesto años atrás en un auditorio de la Universidad Nacional de Bogotá.
El panorama era claro para los ciudadanos de a pie, con tan solo dos alineaciones posibles, yo elegí forrar mi casa con girasoles de papel y dejarme mecer por “la ola verde” que se nos presentaba como el mejor de los mundos posibles; ocho años de falsos positivos y caudillismos exacerbados a manos de Uribe, habían consumido hasta la última gota de mi esperanza, así que sin pensarlo dos veces me lancé al mar de calma que nos ofrecía el profesor Mockus. Por primera vez en la vida decidía hacerle campaña de frente a alguien.
La contienda arrancó y ambos bandos empezaron a mostrar sus garras. Las encuestas llegaban cada tanto para llenar de certezas a unos y aterrorizar a otros. Los días avanzaban y la temperatura electoral subía. La ola verde creció como espuma y se convirtió en todo un fenómeno en redes sociales, lo que aumentó el nerviosismo de los contrincantes y los obligó a extremar medidas; Juan Manuel Santos y compañía, desde Venezuela importaron a un controvertido asesor político, famoso por sus campañas negras y sus métodos rastreros. Por todos los medios, entonces, empezaron a circular cosas como que Mockus era un ateo en medio de un país adjudicado al sagrado Corazón de Jesús; se le acuñó el remoquete de “prochavista” y se afirmó que, de llegar a la presidencia, Mockus tomaría medidas tan antipopulares, como la de acabar con el programa Acción Social del gobierno, un programa que ayudaba con dineros a los más pobres del país.
Mockus por su parte, parecía haber entrado en un proceso de autosabotaje, los debates transmitidos en directo por televisión, ponían a prueba la paciencia de quienes queríamos creerle. Sus respuestas eran erráticas y con cada nueva declaración a la prensa, sus seguidores perdíamos en esperanza y ganábamos en confusión. Sergio Fajardo, el hombre escogido como su fórmula vicepresidencial, había tenido que dedicar toda la atención a su cadera rota, luego de haberse accidentado en su bicicleta un domingo que subía por Las Palmas. Y para acabar de completar el panorama, una noticia infausta salió a flote. En una entrevista realizada al candidato, el periodista Darío Arismendi, mencionó lo que hacía un par de meses algunos ya habíamos observado; con una mezcla de respeto y compasión, le preguntó “por qué le temblaban tanto las manos” a lo que Mockus contestó sin titubeos, que tenía principios de párkinson. La noticia se levantó como un paredón infranqueable que frenó en seco la ola verde, y Álvaro Uribe Vélez, en un comportamiento mezquino que fue rechazado por muchos, lo llamó “el caballito discapacitado incapaz de velar por la seguridad del país”. Entre tanto más y más girasoles crecían en las ventanas de mi casa, aún cuando yo sentía que la certidumbre se iba marchitando poco a poco. El domingo 20 de Mayo de 2010 a las 6 de la tarde y en tiempo récord, la Registraduría Nacional del Estado Civil, anunció la victoria de Juan Manuel Santos en segunda vuelta, con casi seis millones de votos por encima de Mockus.
El lunes a las 6 de la mañana antes de salir a mi trabajo malpago de oficina, descolgué uno por uno los afiches verdes y los girasoles amarillos que habían empapelado la fachada de mi casa durante los últimos meses. Saqué mi vespa negra modelo 97 del garaje alquilado en el que la guardaba por las noches y agarré el mismo camino que todos los días tomaba para ir a mi trabajo. Mientras manejaba por la autopista Medellín-Bogotá, pensaba en que si Mockus hubiera decidido hacer alianzas con otros partidos las cosas hubieran sido diferentes, pensaba en las bajezas de la otra campaña y pensaba en que de verdad esta vez, creí que íbamos a ganar. En la nube de mis pensamientos derrotistas estaba, cuando delante de mí frenó un camión sin avisar y al tratar de esquivarlo, tomé el lado derecho por el que está prohibido adelantar, de la nada apareció un policía de tránsito que me llevé por delante sin tiempo de frenar. Solo cuando vi al policía tendido en el piso pude parar la motocicleta. El policía se levantó furioso, me gritaba que podía haberlo matado, y mientras sacaba su libreta de comparendos me enumeraba una por una las infracciones que había cometido, mientras me intimidaba con que una agresión a un servidor público daba para al menos un día de cárcel. Yo permanecía en silencio, con la piel transparentada y el corazón acelerado por el susto. Sabía que el policía recién atropellado gozaba de absoluta razón. Mi actitud debió de conmoverlo, porque al cabo de diez minutos de alegato, me dijo que yo tenía cara de buena gente y que solo por eso no me iba a encanar, pero que sin embargo no me salvaría del castigo. La jornada electoral del 2010 se cerró para mí con una multa de seiscientos treinta mil pesos que pagué a cuotas, una moto en los patios del tránsito y la certeza ineludible de que siempre seré minoría.