El semáforo estaba en rojo. El pastor César Castellanos tenía las manos en el timón. A su lado estaba su esposa, la exsenadora Claudia Rodríguez de Castellanos, quien llevaba en sus piernas a su hija Sara Castellanos, quien tenía 5 años. En las sillas de atrás viajaba un enjambre de familiares apretados en los asientos. En total eran más de diez. Había unos que viajaban en el baúl de la camioneta Ford Explorer.
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Era domingo 25 de mayo de 1997. Para entonces, César Castellanos y su esposa que había sido senadora de 1991 a 1994, no era solo un pastor más. Ya tenían un ejército de fieles y de seguidores que veían en ellos unos guías espirituales que hablaban de Dios y del poder de la fe.
El par de esposos lideraban una iglesia poderosa, que reunía por aquellos días a 20 mil personas en el coliseo El Campín, el cual alquilaban religiosamente cada fin de semana, antes de que pudieran compraran el mega lote en la Carrera 30 con Avenida de Las Américas, donde hoy tienen su centro de convenciones G12.
Nadie espera la muerte en un semáforo. Nadie la mira llegar. Cuando los vidrios estallaron, los diez familiares estaban en medio de dos o tres conversaciones. Al principio fue un ruido sin nombre. Mientras las balas entraban en el carro ninguno entendió qué pasaba. Mucho menos los niños que estaban en la parte trasera.
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Un par de eternos segundos después, la camioneta era una cueva de gritos. Una moto se había detenido al lado del vidrio del conductor. El hombre que viajaba de parrillero tenía un arma en la mano y disparó hacia adentro del carro. Los disparos fueron tan cerca que era muy difícil esquivar la muerte.
Cinco disparos pegaron el cuerpo del pastor. Dos de ellos en el pecho, uno en el cuello, otro más en la cabeza. El último iba para el corazón, pero pegó en su reloj. La exsenadora también fue herida. Una bala le entró en el brazo izquierdo, muy cerca del corazón.
Pero ese día nadie tenía que morir. Al menos ninguno de ellos. Y su hija Sara, quien en 2019 logró una curul en el Consejo de Bogotá, quien viajaba en las piernas de su mamá, tampoco. En el auto, el miedo y la sangre había permitido que todo se moviera en un tiempo distinto.
Gritaron. Pidieron ayuda. Nadie acudió. Nadie quiso meterse en muerte ajena. Hasta que llegaron tres hombres. Nadie supo nunca sus nombres, pero pusieron el cuerpo del pastor en otro auto y lo llevaron al hospital.
En el hospital, los médicos no daban respuestas. Las caras lo decían todo. Es muy difícil sobrevivir a cinco balazos. César Castellanos estaba entre la vida y la muerte. Con un hilo delgado de esperanza, con su esposa orando a su lado y dándole una orden. “César, no te mueras”. La orden no era una súplica. Era un mandato.
La historia del atentado se desbordó en los medios. No había pistas claras, pero sí muchas teorías. ¿Delincuencia común? ¿Un robo que salió mal? ¿Otras razones? Se habló del crecimiento económico desmesurado de la iglesia de los Castellanos. Se mencionaron escándalos financieros entre movimientos cristianos y cooperativas. Pero en su comunicado, la Misión Carismática Internacional descartó cualquier señalamiento.
La Fiscalía intentó obtener declaraciones del pastor y su esposa, pero no fue posible. Aún estaban peleando contra la muerte. Sus familiares no querían hablar. No hubo denuncias formales. Pero las investigaciones siguieron de oficio.
El pastor César Castellanos sobrevivió. Nadie supo exactamente cómo. Algunos dijeron que fue un milagro. Otros, dijeron que fue el poder de los médicos. Él y su esposa nunca cambiaron su versión: fue dios, fue su dios.
Las balas siguen ahí, en el expediente del caso, en los cuerpos de los sobrevivientes, en los dolorosos recuerdos de quienes viajaban en esa camioneta. Pero el pastor sigue vivo. Su esposa sigue viva. La iglesia sigue en pie.