El día que la barbarie llegó a El Salado

El día que la barbarie llegó a El Salado

El corregimiento de Bolívar despidió a 60 de sus hijos en una tragedia que terminó por fin el sábado 19 de febrero de 2000 a las 6:30 de la tarde

Por: Andrés Felipe Astudillo Niampira
julio 31, 2018
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
El día que la barbarie llegó a El Salado
Foto: Luis Fernando Herrán / El Universal

Ellos sabían que iban a morir, ya no hablaban del futuro, no soñaban, sus rostros estaban cansados de esperar, los carros ni se asomaban por el pueblo, estaban solos sin tener a dónde ir. Días antes habían matado a doña Edith, la encontraron degollada cerca a su finca, también habían matado a otros en el camino al Carmen, una señal inequívoca de lo que venía sobre El Salado. Estaban tan acostumbrados al miedo, que quizás la muerte era un alivio, un fin a la zozobra.

Todo empezó el 23 de marzo de 1997, El Salado era un caserío próspero de 7000 habitantes. Labriegos, comerciales, gente alegre llenaba de color sus calles. Los niños corrían al mediodía ansiosos por llegar a casa y tomar algo para calmar la sed. Sus manos no sabían otra cosa que hacer crecer frutos de la tierra, cuidar los animales y proteger a su familia. Se consideraban privilegiados de estar entre la espesa vegetación de Los Montes de María, una zona que conecta el Bajo Magdalena con la Costa Atlántica.

Hasta que llegaron las malas horas. El Salado, al igual que El Chengue y Macayepo, se convirtieron en corredores de grupos armados. Su población estaba arrinconada y era víctima de abusos  de unos y de otros. Los guerrilleros recorrieron sus calles sin restricción, mataron gallinas, violaron mujeres y reclutaron niños. Luego los paramilitares acusaron a la población de ser cómplices de la guerrilla.

En su primera incursión, estos últimos asesinaron a 5 personas, entre ellos la seño Doris, una maestra que por defender a sus estudiantes, opuso resistencia a la orden de cerrar los establecimientos comerciales del pueblo, El Salado no volvió a ser el mismo. Las acusaciones permanentes de colaboración con la guerrilla llegaron a su punto más álgido en el año 2000. Los pobladores escuchaban noticias de asesinatos en pueblos cercanos, la gente temía caminar por las veredas, estaban sitiados por la violencia.

Muchos no dudaron en irse. Los jóvenes, principalmente, buscaron oportunidades en otros pueblos cercanos. Se iban sin armar alboroto para que nadie pudiera seguirlos. Trataban de abrirse camino con la promesa de volver por sus padres y hermanos. Pero los viejos son tercos y muchos de ellos se quedaron, sentían que no podían ir a otro lugar, allí estaban enterrados sus familiares y al final de cuentas, no eran culpables de nada como para tener que huir.

Todos sabían lo que iba a ocurrir, lo que ignoraban era cuándo, ni cómo. La tragedia que azotaría El Salado no cabe en la cabeza de ningún autor, nada se compara el festín sangriento que viviría. Como un invitado a su propia muerte, El salado sin saberlo se vistió de gala y se sentó en la primera fila. A la llegada de su verdugo la gente supo que no había marcha atrás.

Dos días antes de la masacre empezaron las hostilidades, se escuchaban en los montes las ráfagas ensordecedoras. Desubicados, los habitantes empezaron a moverse en dirección opuesta, sin saber que era un plan para acorralarlos en el casco urbano. María recuerda el viernes 18 de febrero de 2000. A las 9 de la mañana, vio rondar el primer helicóptero. Llamó a su hijo gritando de emoción creyendo que el ejército había venido a rescatarlos, los helicópteros disparaban casi al unísono que los grupos de los montes, todos eran paramilitares.

450 hombres estaban a cargo de la operación, cerraron las salidas del pueblo y dieron la primera orden. Los habitantes de El Salado debían presentarse en la cancha de fútbol ubicada en el centro del pueblo. Aquellos que se encontraban a la vista obedecieron, con pasos lentos y temblorosos, los demás trataron de buscar un refugio en casas, monte o cualquier lugar que les pudiera salvar la vida. Varios de ellos se salvaron, otros fueron asesinados de la forma más indigna por haberse atrevido a desobedecer.

Ubicaron 3 sillas en un lugar privilegiado donde se sentaron los líderes de la operación, a quienes conocían con el alias de Los mesías. Los demás a su cargo empezaron a tumbar las puertas de las casas y sacar a rastras a los que eligieron un desafortunado escondite. María recuerda que a la llegada de los paramilitares corrió con su familia a la casa de don Alfonso Medina, se escondieron en los cuartos traseros, conteniendo el aliento para no ser encontrados.

Al primero que hallaron fue a su hijo, estaba en cunclillas al lado de un muro. Sin pensarlo vaciaron el arma con ráfagas que hacían temblar el cuerpo por los impactos. Fue entonces cuando María salió de su escondite, se lanzó a la cara del ejecutor, quien la empujó sin mostrar ninguna emoción. El asesino haló de los pies el cuerpo de su hijo, quien solo tuvo fuerzas para levantarle la mano a su mamá como símbolo de despedida. La llevaron junto con las otras personas que encontraron y los hicieron sentar en la cancha del pueblo, había cerca de 150 personas.

Aquellos que lograr escabullirse entre el monte recuerdan los gritos que hacían eco entre las montañas que rodean el pueblo, los disparos se escuchaban en todos lados, ya que incluso en el monte cayeron 50 personas que corrieron la mala suerte de encontrar una parte del grupo armado. En cada grito creían reconocer las voces de sus amigos y familiares que podrían estar siento torturados en ese momento, pero sabían que no podían volver.

Juan David recuerda que estaba escondido en la casa de una vecina cuando fue hallado. Las calles eran cortas, sin embargo fue tan largo su recorrido hasta la cancha que podía contar los rostros que se comunicaban sin palabras cayendo en el consenso de su destino, hasta que alguien que lo apuntaba se atrevió a sentenciar lo que iba a ocurrir: “Aquí nadie va a quedar vivo”.

Nadie se atrevía a emitir un sonido y mucho menos a levantar la mirada. Hasta que la primera acción pública les reveló la barbarie que les seguiría. Luis Pablo, o luchito como todos lo conocían, llegó arrastrado por dos de ellos. Era el muchacho más pinta del pueblo, presidente de la Junta de Acción Comunal y profesor de El Salado. Era el ejemplo a seguir de todos los jóvenes, todas se derretían por él y todos lo admiraban por su nobleza y entrega.

Lo tumbaron en un extremo de la cancha y lo pisotearon. Fue entonces cuando uno de sus agresores dijo: “rómpanle la cabeza”, todos aguardaban esperando lo peor. Hasta que uno de ellos disparó. Ya nadie oponía resistencia, aún María que vio la despedida de su hijo y tuvo el valor de enfrentar al asesino le dijo adiós Luchito de la forma más cruda como se puede despedir a alguien, sin poder llorar.

Fue entonces cuando decidieron separar a los hombres de las mujeres, los hombres continuaron sentados en la cancha y las mujeres fueron llevadas a la iglesia del pueblo. Con las fuerzas justas para caminar, ellas solo pensaban en el destino que les aguardaba a unos y otros. Y rogaban para que el día más oscuro que ha vivido su pueblo terminara pronto. El silencio era escalofriante, en la iglesia no habían ecos, solo se escuchaban las risas de los agresores afuera jactándose de su sevicia.

Despojados de su dignidad, y como si tanta crueldad no fuera suficiente, los músicos del pueblo fueron obligados a tocar, mientras tanto los agresores bailaron y bebieron, disfrutando de cada segundo de humillación de las víctimas. Fue entonces cuando descubrieron que entre los habitantes se encontraba un guerrillero. Lo llevaron a una esquina del pueblo y lo golpearon  hasta el cansancio.

Entonces un nuevo juego macabro surgió, le preguntaron al guerrillero quiénes de los presentes pertenecían a ese grupo armado. Los habitantes aguardaban sin esperanza la respuesta, él mientras tanto miraba lentamente a cada uno de las personas. No se atrevía a contestar, incluso soltó algunas lágrimas, ya que conocía a todos los habitantes de El Salado, hasta que finalmente respondió: Todos los Torres, Medina y Cuello son guerrilleros. Daba la casualidad que la mayor parte de los habitantes pertenecían a estas tres familias.

Los paramilitares empezaron a sortear el orden de las ejecuciones en una carpa improvisada cerca de la cancha y llamaban a uno por uno para ejecutarlos. Juan David recuerda que un joven del pueblo en su afán por simpatizar con los paramilitares dijo que él quería matar. Recuerda además que a este joven le fue encargado ejecutar por sorteo a dos hombres y coincidencialmente eran los dos que estaban a su lado.

La tortura llegó a los límites del empalamiento de hombres y mujeres, la mutilación y la decapitación. Ya para ese momento, las mujeres habían sido sacadas de la iglesia y participarían en la misma dinámica macabra del azar, pero esta vez el guerrillero había sido obligado a elegir a aquellas que serían ejecutadas.

Quizás la muerte más célebre fue la de la seño Rosmira, la mamá de Luchito, también docente del pueblo. La mujer más querida del pueblo tuvo la fortuna de educar a los hijos de sus estudiantes y siempre procuró que fueran personas honradas y trabajadoras. Su fin no pudo ser más dramático, fue ahorcada por dos hombres elegidos entre los asistentes, halando una cuerda, ubicados a lado y lado de la cancha.

En total El Salado despidió a 60 de sus hijos en una tragedia que terminó por fin el sábado 19 de febrero de 2000 a las 6:30 de la tarde. Los cuerpos permanecieron tirados en todas partes, incluso varios días después. Ante la inanición de sus habitantes incapaces hasta entonces de moverse, los cadáveres empezaron a inflarse, el olor era nauseabundo, los cerdos se comieron parte de los cuerpos desfigurados y nada parecía tener remedio.

A la llegada de la infantería, los habitantes pudieron por fin recoger a sus muertos, cavaron fosas en los que eran apilados varios de ellos. Y empezaron a hacer un balance de la tragedia, el éxodo no se hizo esperar, nadie quería quedarse. Se fueron a corregimientos y ciudades cercanas, tratando de olvidar lo ocurrido. La información oficial inicialmente hablaba de un enfrentamiento, hasta que finalmente fue reconocida una de las masacres más crueles de la historia reciente.

Este artículo ha sido escrito de una forma eufemística comparada con el dolor y el sufrimiento de aquellos que estuvieron en El Salado ese fin de semana. Nada se compara al dolor de las víctimas, quienes aún hoy pierden la respiración al tratar de responder la pregunta que varios documentalistas interesados en saber la verdad les hacen: “¿qué pasó en El Salado?”.

Soy un estudiante universitario de publicidad, no soy investigador, ni sé de víctimas. Alguna vez escuché de las masacres de los Montes de María y ante la poca difusión en los medios de comunicación, y aún peor, la indiferencia de los colombianos de bien, me atreví a buscar documentales e artículos sobre esta tragedia. Muy trillada la frase de conocer nuestra historia, pero esta vez entendí por qué es importante hacerlo.

Desde mi punto de vista, las personas que vivimos en las ciudades tenemos el privilegio de usar mecanismos democráticos que nos hacen mayorías frente aquellos que están internados en el campo y son la muestra de la verdadera tenacidad que nos representa como colombianos. Hace un tiempo confieso que no me preocupaba mucho conocer la verdadera historia de nuestro conflicto, pero me conmueve pensar que muchas de estas se repiten hoy y no lo sabemos.

Fuentes:

El Salado: rostro de una masacre - documental
2009
Director: Tony Rubio
Realización/Investigación: Grupo de Memoria Histórica - CNRR.
Fotografía de Miguel Urrutia. Producción: Grupo Enmente con apoyo de MAPP-OEA

El Salado: recuerdos de una masacre cruel y desgarradora
Los Informantes
Caracol Televisión
Emitido el 12 de julio de 2015.

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