El día que Fernando Vallejo muera

El día que Fernando Vallejo muera

"Hoy por hoy, nuestro famoso autor, y lo digo decepcionado, es un pájaro desplumado en involución literaria irreversible"

Por: Juan Mario Sánchez Cuervo
abril 02, 2018
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El día que Fernando Vallejo muera
Foto: Archivo El Espectador

El día que Fernando Vallejo muera, ¡y el día esté lejano!, como dice el poema Futuro del gran Barba Jacob, morirá también el escritor más controvertido y polémico de la historia literaria de nuestro país. Con un personaje como él no hay lugar a tibiezas: o se le odia rotundamente o se le venera. Mientras tanto, no me atrevo a profetizar la forma en que llegará su fin: si por mano propia (en varias ocasiones ha escrito sobre el tema), por designios del dios en quien no cree, o por ese mismo dios interpósita persona.

Nuestro afamado escritor, vivo o muerto, jamás pasará desapercibido… y el presente artículo un tanto irreverente como es él, no pretende otra cosa que reconocer la grandeza de Vallejo, y a la vez emitir una querella elegíaca, no por su eventual muerte (destino de todos), sino por el triste final en términos literarios de un autor prodigioso, que convocó en su mejor momento al malditismo, la irreverencia, el nihilismo, la misoginia, la materfobia, la exuberancia de lo escatológico, la apología de la pedofilia, la poética de la muerte, el amor por los animales y el desprecio por lo humano: un brebaje explosivo y genial.

Mi querella elegíaca tiene que ver con uno de sus dos momentos; porque hubo un Vallejo antes de La puta de Babilonia, y otro después de ella. En el antes de... encontramos a un maestro consumado, la prosa más vigorosa y alucinada, al lado de la voz más original y auténtica que yo haya leído después de Tomás Carrasquilla y García Márquez. Desafortunadamente en el después de La puta de Babilonia le sobrevino el síndrome de la repetición, y lo que constituye la tragedia de muchos autores consagrados: la caída en la trampa de los editores que les respiran en la nuca como diciendo: mándenos algo nuevo, maestro. Cuando un escritor vende mucho, termina convirtiéndose en su propio verdugo en detrimento de su imagen: los lectores, y la crítica siempre criticona y mediocre, no le perdonarán las malas publicaciones forzadas por el factor dinero o la ambición de la vigencia en los medios culturales y artísticos. En las antípodas encontramos a Juan Rulfo, que solo publicó dos obras, ambas geniales y no necesitó más. Cuando lo asediaban los editores pidiéndole una nueva obra, los despachaba con esta frase: “Se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias”. Lo de Rulfo es sensatez, humildad y autenticidad: todo a un tiempo.

Hace pocos días observé, en no sé cuál página de internet, la fotografía de una escultura que representaba a un ángel viejo, venido a menos. Era una criatura prehistórica de alas pesadas e inútiles, en cuanto que ya no habitaba en las alturas del espacio sideral, sino a terra plana donde era pasto de miradas curiosas y despiadadas. Esa imagen bien podría sintetizar lo que estoy considerando: la caída libre, en picada, de otro viejo ángel desalado: el escritor vivo más importante de Colombia: Fernando Vallejo, el portento literario que perdió su fuerza descomunal tras la aparición de La puta de Babilonia, ese ensayo magnífico. Lo que publicó después no sólo es lamentable, sino que es ante todo una afrenta para quienes lo veneramos por aquel vigor de su palabra, es decir, la irreverente lucidez de un profeta maldito. Vallejo debió cumplir la promesa de no publicar más, después del éxito rotundo de su última obra valiosa en términos estéticos. Las obras precedentes, está de más aclarar, son poéticamente soberbias: por un lado todas las novelas que conforman El río del tiempo, y por el otro, El desbarrancadero, La Virgen de los sicarios, y las excelentes biografías de José Asunción Silva y Porfirio Barba Jacob: Chapolas Negras y El Mensajero.

El síndrome de la repetición, tan fatal para un autor, el mismo Vallejo lo condena de forma implícita en un pasaje de La Virgen de los sicarios: “Yo no me repito”, dice con orgullo. En esos momentos en verdad no se estaba repitiendo, y si lo hizo fue a un nivel imperceptible. En la última década esa frase de cajón reaparece en la mayoría de sus textos. Que la diga está muy bien, que haga todo lo contrario es irrisorio, cuando no reprochable. En efecto, nos está repitiendo la misma perorata insufrible ad nauseam: aquellos personajes de su parentela, y los lugares insoportablemente comunes donde arrastraron sus conflictivas existencias: Aníbal Vallejo padre, Lía (La Loca), tío Ovidio, Elenita, la muchedumbre de hermanos… Bruja y demás mascotas caninas; y, por supuesto, la célebre finca de Santa Anita. Es la misma partitura con pocas variaciones, porque libro tras libro la escenografía, el telón de fondo y el empalagoso repertorio de anécdotas de paisa “carretudo” no sufre mudanza alguna.

A estas alturas, nuestro escritor parece más un obseso que gira alrededor de un ayer irreconciliable con el presente: un orate evacuando su fétida verborrea. Vomita sobre el papel, como un furibundo poseído, enmohecidos fantasmas por la senectud: exorcismo inocuo, porque ni él acepta que es un poseso, ni quiere renunciar a sus endriagos, más bien se aferra a ellos, igual que los políticos que tanto odia se aferran al poder y a la “teta pública”. Si Vallejo ofició alguna vez en sesiones de psicoanálisis, entonces los roles se invirtieron: él está acostado en el diván y los lectores somos los escuchas que soportamos el bolo indigesto de su inconsciente abierto, la cantaleta e hijueputiadera de quien se haya ad portas de la demencia senil, armado del fuete rabioso, o de la severidad tremebunda de un cura pueblerino obcecado, fanático, a imagen y semejanza de un Torquemada; tan contumaz en sus dogmas, como lo podría ser cualquiera de los personajes de la vida pública que suele atacar una y otra vez, verbi gratia : “Ordoñez, el pirómano”.

El prestigioso escritor italiano Giovanni Papini solía decir: “Cuando tengo algo que decir, lo publico; cuando tengo algo que dar, lo doy”. Excelente, y esa debería ser la máxima de todo buen escritor. Si una obra no viene con el sello de la novedad, cae en la mala costumbre de algunos autores consagrados, que por consagrados, convierten su nombre en una marca que vende a granel una mercancía sin sello de calidad, y la cual llega a las manos de lectores, si bien no necesariamente incultos e ignaros, a veces sí ingenuos. Es la paja que consumen como ganado hipnotizado por las rutilantes editoriales que promueven tal engañifa.

Vallejo podría publicar cada semestre una novela (¿sus últimos textos son novelas?) encabezada por el título más ridículo que se puedan imaginar, ridículo como aquel suyo: El don de la vida, que debió titular el Don de la muerte, porque la protagonista es la muerte y donde él hace las veces de fiel secretario. El don de la vida suena a baratija espiritual, a libro de autoayuda. O, quizás, otro título más tonto que ¡Llegaron!, que parece el anuncio de un circo pobre, o el pregón de un mercachifle que promueve chucherías. Y también podría continuar con su carraca monotemática ad infinitum, de nimias variables, acumulada en las inverosímiles fauces de una locuacidad desbordada. Y sí, hermanos míos (como diría el sicodélico Alex, el de La naranja mecánica) ¡venderá!, y por decenas de miles, una literatura con escaza literariedad, en el sentido que al término le imprimen los grandes teóricos Roman Jakobson y Roland Barthes.

Vallejo, que ha anunciado a los cuatro vientos la inminencia de su muerte (¿suicidio?), murió para las letras in sensu stricto después de La puta de Babilonia. Este es mi argumento: El cuervo blanco es una indigesta sopa en la que se mezclan datos históricos y somnolientas cartas decimonónicas, escritas por Rufino José Cuervo y algunos de sus contemporáneos, transcritas a pedazos y a la diabla para suplicio del lector. Yo, que algo debo tener de masoquista, terminé ese libro como quien cumple una penitencia, acto de reparación o autocastigo. De El don de la vida no queda nada para la posteridad, salvo, quizás, la libreta que inaugura el protagonista para anotar compulsivamente los muertos, que en vida, alguna vez tuvo por lo menos a la distancia de un tiro de piedra. De Casablanca la bella rescato el diálogo entre el narrador-personaje y las tiernas e inocentes raticas, a las que él llama “mis niñas”; y una que otra frase que conduce a la hilaridad del lector. Y su último libro “¡Llegaron! “, en muchos pasajes nos recuerda los relatos de tradición oral, por ejemplo, aquel asunto irresoluto que ha rumiado todo paisa a ultranza: las brujas equipadas de escobas voladoras. ¡Llegaron! También parece un anecdotario al mejor estilo de los populares Cosiaca y Pedro Rimales, enmarcado todo en un lenguaje escatológico y flatulento, digno de figurar en El testamento del paisa, mas no en una supuesta novela (¿papelón?).

En la actual era de la imagen, con su espectáculo de apariencias y aspavientos, contemplamos un fenómeno degradante: no importa lo que se escribe, ni cómo se escribe, sino quién lo escribe. En tiempos que añoro el elixir residía en las palabras, el tesoro, sí y solo sí, palpitaba en el corpus literario. Se veneraba el texto y su belleza inmanente. Importaba el buen vino, el contenido y no el continente, tampoco la marca o la etiqueta. ¿Acaso conocemos al autor de esa fantasía árabe llamada Las mil y una noches? ¿Fue Homero quien realmente escribió La Ilíada y La Odisea? ¿Acaso existió un tal Homero? ¿Cervantes, el manco prodigioso, se embriagó con el brebaje alucinante de la fama? ¿Cegó al genial Franz Kafka la ambición de ser publicado, leído, vendido? A propósito, Fernando Pessoa escribió estos inmortales versos: ser poeta no es una ambición mía / es mi manera de estar solo.

La pluma colombiana con mayor fuerza y autenticidad juega con fuego al intentar en vano reinventarse, en aras de un protagonismo morboso, como el morboso protagonismo de un cadáver en una sala de velación entre buitres y dolientes; en aras también de permanecer vigente, de generar polémica (otra de sus malas costumbres): despotrica, con razón o sin ella, de Colombia, de los campesinos, de los pobres, de todos los políticos (de los de izquierda y derecha, de los de centro-centro…), de los sindicalistas, de la Iglesia católica y sus jerarcas, de “Cristo loco” (así califica a Jesús), de las mujeres (en especial las embarazadas, con esa misoginia extrema que lo caracteriza), de algunos científicos, de genios de la música clásica, de muchos de sus colegas escritores (se la tiene velada a Gabo y a Octavio Paz), mejor dicho, despotrica hasta de Misiá hijueputa, para usar una expresión paisa en desuso. Con lo cual dice, sin decir a viva voz, que él tiene la suficiente autoridad moral para señalar a quien le dé gana, tal cual hacían los reverendos curas de antaño. Ah, ¿y si luego de esta inmisericorde diatriba dirigida a una de las vacas sagradas de la intelectualidad colombiana (ya me he metido con tantas vacas sagradas…), o mexicana, o colombo-mexicana (si alguien logra resolver tamaño entuerto me lo hace saber, por favor), me cerraran las puertas de acceso a las grandes editoriales? Como quien no tiene nada que perder respondo: tanto mejor, y cito al propio Vallejo: “¡Qué miedo! Toco madera, tan-tan”.

Hoy por hoy, nuestro famoso autor, y lo digo decepcionado, es un pájaro desplumado en involución literaria irreversible, fiel retrato del protagonista de uno de los mejores cuentos de García Márquez: un señor muy viejo con unas alas enormes, torpes como las de un albatros de Baudelaire, como las de un ángel maldito, al cual las alas no le sirven para nada, por eso va en caída libre hacia una indeterminada sima. Tal vez culmine su desaliñado vuelo en un estercolero, a la manera de aquel viejo enorme imaginado por Gabo. Quizás el día que Fernando Vallejo muera alguien dirá que ya había muerto.

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