Hace 100 años sucedió un hecho que parece traído de los cabellos: en el fervor generado en el mundo del arte cinematográfico por la aparición de Charlie Chaplin se empezaron a organizar concursos de imitadores por todo el mundo. En medio de un viaje a San Francisco el actor se enteró de uno de estos encuentros de chaplinistas, como se les conocían entonces. Así que quiso participar por pura curiosidad, pero la historia terminó tan absurdamente como una de sus mismas películas mudas: fue descalificado y entre 30 participantes quedó de 27.
La historia nos sirve para confirmar que evaluar imitadores es un ejericicio tan interesante como subjetivo.
En su octava temporada, el programa concurso musical Yo me llamo empieza a ganar audiencia como en sus mejores momentos. El objetivo sigue siendo el mismo: encontrar la mejor voz imitadora de un cantante que sea reconocido popularmente. Los jurados (Amparo Grisales, César Escola y Yeison Jiménez) ya saben qué deben hacer: en algunos casos, y sin piedad, rechazar las presentaciones de quienes quieren ganarse la vida por medio del canto; en otros, dar la palmadita en la espalda y aprobar el avance de participantes hacia siguientes fases del concurso.
Todo va muy bien, sin embargo algo falla: la evaluación de los artistas no deja de ser problemática. Para nadie es un secreto que todo está tan bien montado que ya de entrada se sabe quién pasará al escenario a sufrir (y a hacer sufrir) y quienes de verdad tienen algo de formación y talento para el canto. ¿Por qué no apostar por expresiones auténticas y originales en lugar de seguir machacando el talento nacional a punta de forzadas imitaciones? Sin entrar a debatir (mucho menos caso por caso) en qué momento y ante cuál imitador los jurados del programa se han pifiado, lo cierto es que toda evaluación es subjetiva y muchas veces los excluidos podrían dar más de sí mismos, pues están más asustados por no cuadrar con el personaje elegido que por su cualidades vocales.
No es del todo seguro cerrar los ojos y esperar a que los jurados acierten cada vez que deben dar un veredicto, que no la pifien y que elijan lo mejor (aunque todo está libretiado y controlado). Chaplin no imita bien a Chaplin. Eso lo dice todo.