Nadie se imaginaba hasta qué punto podía llegar Pablo Escobar en su enfrentamiento contra el Estado para que pusiera fin a la extradición tras un año entero de atentados en Medellín y Bogotá, que ya habían dejado más de medio millar de muertos y centenares de heridos en ese aciago 1989.
Ese año fue el peor en la historia del acoso terrorista del cartel para doblegar al país, pero lo que ocurriría ese 6 de diciembre nadie se lo imaginó y menos las fuerzas de seguridad: un bus cargado con siete toneladas de dinamita, que se descolgó de la calle 17 con carrera 27, solo terminó su carrera de muerte casi frente a la entrada principal de las instalaciones de la inteligencia oficial.
¿El saldo? Setenta y dos muertos y más de seiscientos heridos tras el estallido que oyó casi toda la ciudad a las 7:15 de la mañana, cuando decenas de personas acudían allí para tramitar el engorroso certificado de buena conducta que se llamaba pomposamente “pasado judicial”.
De las setenta y dos víctimas mortales, solo 18 eran funcionarios del Departamentos Administrativo de Seguridad DAS, lo que da cuenta que el ataque demencial del narcotráfico iba, como todas sus bombas, contra la población civil, aunque Pablo Escobar tenía el objetivo de matar al general Miguel Maza Márquez, el director de esta dependencia oficial.
“Tiempo después el 'Chopo' contó que mi padre le había dicho a Castaño que quería que el edificio fuese arrancado de sus bases y por ello ordenó reforzar la suspensión del bus para que soportara el peso de once toneladas de dinamita, que según él derribaría la edificación”, confiesa ahora el hijo del barón de la droga, Juan Pablo Escobar en su reciente libro “Mi padre”.
Sin embargo, solo cupieron siete toneladas. “Esa noche mi padre vio los noticieros de televisión y las fuentes oficiales aseguraban que el bus iba cargado con cerca de setecientos kilos de explosivos. Al escuchar la noticia, reaccionó y dijo a los presentes: 'Estos maricas no saben nada, siempre dan el diez por ciento del total de la dinamita que les pongo”, añade su hijo en el mismo libro.
El dolor se apoderó de toda la ciudad aquella mañana del jueves a dos días del “día de las velitas” que hacía suponer el comienzo en firme de la Navidad y con ello un ambiente de sosiego y paz.
No fue así. Entre las víctimas quizá la más adolorida fue doña Consuelo Esteban de Enríquez. Su tragedia nunca podrá terminar. No solo por la pérdida de sus dos hijas en el sitio sino que jamás pudieron identificar sus restos.
“Mis hijas, Consuelo, de 25 años y Ángelica, de 15, fueron esa mañana al DAS a tramitar un pasado judicial, y pocos minutos después de hacer el trámite, como consta en una de esas oficinas, sonó el totazo que escuchamos claro en mi casa del barrio Santa Matilde, a pocas cuadras”, recuerda hoy.
Añade que de inmediato tuvo un mal presentimiento cuando escuchó las noticias que la bomba había estallado en el DAS. “De inmediato me fui con mi familia, que vivía en la calle primera con carrera 31, al sitio y allí solo había desolación y muerte, pero por ningún lado veía a mis hijas”.
Ángelica y Consuelo nunca aparecieron y “seguramente quedaron picadillo como nos dijeron y por ello no se les pudo dar cristiana sepultura. Semanas enteras las buscamos y hasta pusimos avisos en la prensa con sus fotos y de algunos pueblos nos decían que las habían visto. Que pena recordar hoy todo esto”.
Anota que demandaron al Estado pero no prosperó, entre otros arguementos, “dizque porque Ángelica era menor de edad. Ella cursaba cuatro de bachillerato y Consuelo estudiaba enfermería”
La tragedia de María del Carmen Prado aun persiste. Secretaria del DAS, recuerda que la explosión la atrapó en el sexto piso cuando apenas se disponía a organizar la oficina. “La onda nos mandó contra las paredes y algunos compañeros se les incrustaron los vidrios en sus cuerpos. A mí un pedazo de madera de una corniza me atrevezó la quijada”, señala mostrando las profundas y largas cicatrices en su lado izquierdo de la cabeza.
“Fue tal el impacto que perdí el conocimiento y duré hospitalizado mes y medio con unas secuelas de por vida”, subraya añadiendo que ha interpuesto varios recursos ante la Unidad de Víctimas para que se le reconozcan sus derechos como víctima del conflicto sin resultado alguno.
María del Carmen, quien se reintegró después a su oficina hoy es pensionada y no da su brazo a torcer hasta “encontrar justicia y reparación para todas las víctimas del DAS”.
Por su parte Maurico Alonso Calderón, diseñador gráfico de la oficina de construcciones, relató para esta página que cuando ocurrió la tragedia, se encontraba en el segundo piso en una reunión con cerca de cincuenta personas.
“Todos quedamos heridos, unos más graves que otros, sobre todo por el impacto de los vidrios y buscamos la calle por la única salida, la del sótano. Ese día murió mi compañera de viaje diario de la casa a la oficina, pues vivíamos muy cerca, Josefina Cuenca, lo que siempre me impactó profundamente”, señala.
Nunca podrá olvidar, también, cómo uno de sus colegas que recibió el impacto en el sexto piso terminó muerto en el primero arrojado por la onda explosiva. “A todos nos quedaron secuelas síquicas, que son de por vida y aunque no he demandado si pienso que el Estado está en mora en resarcir a las víctimas”, termina Alonso quien ahora trabaja en la Fiscalía tras el fin del DAS hace tres años.
Un cuarto de siglo después de la barbarie, los familiares de las setenta y dos víctimas mortales y todos los que sufrieron aquel 6 de diciembre, tratan de organizarse para reclamar un mínimo de justicia y reparación para que sobre todo, no haya olvido.