La muerte de 32 niños y niñas en Fundación habrá sido en vano. Nada cambiará, ninguno cambiará, y el dolor en el alma de los familiares de las víctimas mutará en resignación.
Cuando las cámaras se hayan ido, los fundanenses volverán a la realidad. Las familias de las víctimas de la tragedia del 18 de mayo sentirán la ausencia de sus niños y niñas en el día a día, que es quizás la ausencia más terrible, y las autoridades continuarán con cinismo construyendo una idiosincrasia que se ajusta a sus infames intenciones, razón por la cual no habrá más operativos para detectar trampas humanas que prestan el servicio público de transporte, y los políticos continuarán con sus oídos tapados ignorando que la pobreza es tal que muchos de los niños y niñas fallecidos en la tragedia sólo iban a la escuela dominical de la iglesia Pentecostal Unida de Colombia en busca del refrigerio que les ofrecían. Así es la pobreza en los pueblos perdidos de Colombia: se compra la conciencia de los niños y niñas con golosinas, la de los grandes también; se construye poco a poco la siguiente generación lista para ser dominada como borregos.
El mandatario de turno, sea hombre o mujer, liberal o conservador, joven o viejo, seguirá haciéndose el de la vista gorda con los problemas de fondo. Y los padres, esos padres que envían niños de dos años solos en una buseta maltrecha, se irán convenciendo poco a poco de que esa era la voluntad de un Dios cuya existencia se cuestiona cuando imaginamos el dolor de los niños y niñas desesperados muriendo lenta y cruelmente. El desinterés y la desidia se volverán a instalar en una sociedad para la que todo pasa.
Luego de las elecciones del 25 de mayo, a los colombianos se les olvidará la tragedia. La incineración de 32 niños y niñas en Fundación será solo una anécdota, un mal recuerdo tapado por cualquier otra pavorosa noticia de una realidad a la que nos hemos acostumbrado; es que tenemos un corazón que se ha vuelto de piedra a fuerza de golpes que ya no asimilamos sino que soportamos. Seguiremos en el país de mierda en el que hemos convertido a Colombia, y la muerte habrá sido -una vez más- en vano.
En el sitio se erigirá un altar, una cruz de madera como las que pululan a lo largo y ancho de nuestra geografía. Quizás hasta compongan una canción popular, construyan una anécdota macondiana y por generaciones se hable del día en que el infierno se desató en el bus que transportaba a niños de una iglesia; que más da, si la vida es una eterna lucha entre el bien y el mal, y nos reducimos a buscar el cielo para huir del infierno en que vivimos. Pretendemos salvar nuestras almas después de la muerte, pero nos resignamos a sobrellevar el infierno en vida.
Cuando las cámaras se hayan ido, las madres y los padres llorarán con un dolor mudo que ya no se registrará en los medios nacionales. Y los “tuiteros” desalmados encontrarán otra tragedia de la que burlarse, otros costeños a los que ofender, otra cosa que alimente su crápula existencia. Fundación seguirá siendo un pueblo por el que pasa el tráfico de gasolina, de drogas, de personas, el contrabando; Fundación seguirá viendo pasar la vida y sus dirigentes seguirán cobrando peaje por ello. Mientras, una nube de abogados buscan a los familiares de las víctimas insepultas para asesorarlos en las demandas al Estado, como buitres siempre a la espera, a sabiendas de que los verdaderos millonarios no serán las madres que el día de la tragedia no tenían para darle almuerzo a sus hijos y por eso los mandaron a la iglesia, sino ellos para quienes las tragedias se pueden tasar.
Cuando las cámaras se hayan ido, y pese a la muerte de los 32 niños y niñas de Fundación, nada habrá cambiado.
Fotografía: Agencia Reuters