Vivido un año en los infiernos del COVID-19, la humanidad avizora una luz al fondo del túnel con la implementación de las jornadas de vacunación a nivel mundial y el mantenimiento de lo básico en prevención.
Aunque faltan meses para una cobertura suficiente y la llegada a una normalización en las actividades diarias y resurrección de las economías, da qué pensar lo que sigue en el mundo, entre otros, con los desechos de tapabocas, algodones, jeringas, frasquitos y, agujas.
Teniendo en cuenta los pésimos antecedentes y la práctica absurda de las mayorías al botar residuos y reciclar, pone los pelos de punta el solo pensar que el inevitable lugar de llegada de no menos de siete mil millones de pequeñas lanzas de acero (agujas) sea el mar.
Duele solo imaginar a los peces atravesados por estos flechazos, ellos en su indefensión; y los corales tapizados de esas puntas filudas y, muchos más, de toneladas en cuerpos extraños invadiendo esa gran fortuna de los océanos.
Algo romántico es pensar que los humanos evitaremos otro gran acto de barbarie contra la amada naturaleza; esto sin dejar de evaluar por completo la que nos lleva en el cambio climático y su aceleración trágica hacia una hecatombe inimaginable.